El escritor colombiano Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) ha escrito para la edición de Babelia de ayer (suplemento sabático y cultural del diario EL PAÍS, 13 de agosto de 2011) una columna magnífica a propósito del 25 aniversario del fallecimiento de Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899; Ginebra, 1986). Sobre la columna planea la ceguera paulatina del escritor argentino (enfermedad degenerativa que antes que él, sufrieron también su padre, su abuelo, su bisabuelo y su tatarabuelo):
Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real –la ceguera- a algo inexistente –la existencia o no del propio Homero-.
La ceguera de Borges sí que era real. Lo recuerda el gran Gay Talese 2 páginas más allá del mismo suplemento, recordando la entrevista que hizo al bonaerense en un hotel de Nueva York (creo que el Algonquin, en la Calle 44 Oeste) y que se publicó en The New York Times el 31 de enero de 1962.
Antes el mundo exterior interfería demasiado. Ahora –con la ceguera- todo el mundo está en mi interior. Y veo mejor, porque puedo ver todas las cosas que sueño. Fue una ceguera gradual. Nada trágica. Si uno se queda ciego de pronto, el mundo se hace añicos. Pero si primero pasa por un crepúsculo, el tiempo fluye de manera diferente. No es preciso hacer nada. Uno puede quedarse sentado. Las personas ciegas tienen mucha dulzura.
Volviendo al colombiano, nos recuerda Abad Faciolince que la obra de Borges es, en cierto modo, de una manipulada casualidad.
El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura: Si las páginas de este libro (Fervor de Buenos Aires) consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor.
En realidad todo esto me ha interesado porque la literatura y la arquitectura, como ya hemos dicho en otras partes de este mismo blog, tienen en común (entre ellas y ellas con el resto de las artes) una génesis creativa similar. De esta manera, entre la obra proyectada y la realmente construida, hay multitud de casualidades (el promotor, la elección del contratista, la existencia de un albañil, el espacio –en el caso de la nueva planta- o el edificio preexistente –en el caso de una rehabilitación, el presupuesto (escaso o elevado, que también influye), la suma de voluntades, los enfrentamientos en la obra, las discusiones o los acuerdos y muchos otros efectos más –normativa, incluso) que impiden asignar la autoría –en contra de lo que puedan decir los pretenciosos- a una mente determinada.
Influir, dirigir o tiranizar. No importa. Nada es obra de uno solo, perdóneme pues el usuario la descortesía de haber usurpado yo, como decía Borges, su propia manera de hacer arquitectura.
Luis Cercós (LC-Architects)