Joy, la nueva película de la realizadora alemana de ascendencia iraní Sudabeh Mortezai, comienza de una manera cruda e hiperrealista: la ceremonia Juju que se aplica a las víctimas de explotación sexual en Nigeria para tenerlas ‘amarradas’ con la excusa de la superstición religiosa. Una escena, hay que advertir, con sacrificio animal incluido. No dejo de pensar que, por muy necesaria que fuese esta escena, incluir la muerte (real) de una gallina no deja de ser un golpe de efecto inútil y que predispone a la cinta al más pueril sensacionalismo.
Afortunadamente, todavía restaban noventa minutos que venían a decirnos que estábamos equivocados. Mortezai incide en la trágica situación de las mujeres que son tratadas como meros pedazos de carne al servicio del hombre blanco heterosexual pero evita la demagogia más barata así como los pasajes más truculentos de violencia sexual, excepto por una escena en la que, curiosamente, esa violencia a la que hacemos referencia la aplican quienes podrían ser sus propios vecinos. En otro momento, se evita la explicitud mediante elipsis de una violación grupal, esta vez si, provocada por el hombre blanco. Por decisiones como esta, la directora sitúa a Joy en una posición incómoda al evitar maniqueísmos baratos. Parece decirnos que ni las víctimas, en un momento dado, están libres de convertirse, ellas mismas, en verdugos.
Pocas veces se puede asegurar con tanta vehemencia que Joy es una película necesaria. Una obra que hace especial hincapié en el eterno retorno a la violencia de estas personas que lo han perdido todo y que esperan encontrar en Europa el cielo que en África no han encontrado y acaban dándose de bruces con un organigrama cruel, auspiciado, precisamente, por sus propios compatriotas. Una mirada autocrítica, una película valiente, protagonizada por actrices no profesionales y dirigida con pulso por una mujer, algo, en este caso, casi imprescindible para intentar comprender, en una más amplia dimensión, la problemática de la esclavitud sexual en pleno siglo XXI.