A los cuarenta días del nacimiento de Jesús de la Virgen María, cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en su Ley: Todo varón primogénito será consagrado al Señor, y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la misma Ley para quienes, por su pobreza, no puedan pagar el precio de un cordero.
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, que era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel. El Espíritu Santo, que moraba en él, le había revelado que no conocería la muerte antes de haber visto al Mesías del Señor. Movido por el Espíritu, fue al templo; y en el momento de entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
José y María estaban admirados de lo que se decía del Niño. Simeón les bendijo, y luego dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción –¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!– a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».
Este misterio invita a contemplar y meditar la diligencia con que José y María, más tarde también Jesús, se aprestan a cumplir siempre los mandatos de la Ley del Señor y a practicar las tradiciones y devociones del pueblo de Dios, sin detenerse a pensar si también a ellos les obligan. Al ofrecer María en sacrificio tórtolas o pichones, como manda la Ley para los pobres, entrega en realidad a su Hijo, al verdadero Cordero que deberá redimir a la humanidad. Simeón, hombre profundamente religioso, cultivaba en su corazón grandes deseos y esperaba al Salvador de Israel; vivía abierto a la acción del Espíritu, que le reveló que vería al Mesías, y que luego le hizo reconocerlo, mientras pasaba inadvertido para los demás. El cántico de Simeón, proclama al Niño gloria de Israel, y luz y salvación de toda la humanidad. Después el anciano, dirigiéndose a María y completando el mensaje del ángel en Nazaret, le dice que una espada le atravesará el alma: es la primera vez que se le anuncia el sacrificio redentor a que está destinado el Mesías, mientras se le hace vislumbrar para sí misma un futuro de sufrimiento asociada a su Hijo. La piedad, la perseverancia confiada en Dios, la alegría exultante de los dos ancianos, Simeón y Ana, debieron confortar a María y a José. El cántico de Simeón provocó en José y en María el asombro; la reacción de la Virgen ante la profecía referente al futuro de su Hijo y de ella misma, tuvo que ser idéntica a la que produjo el episodio de la adoración de los pastores: «María guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón».