Revista Cine
Dice la leyenda que en el funeral de Ernst Lubitsch, un devastado Billy Wilder comentó: "Nos hemos quedado sin Lubitsch". "Peor", contestó William Wyler, "nos hemos quedado sin nuevas películas de Lubistch". Recordé esta celebérrima anécdota al terminar de ver, emocionado, El Ilusionista (L'Illusioniste, Francia-GB, 2010), segúndo largometraje animado de Sylvain Chomet (Las Trillizas de Belleville, 2003), filme que acaba de ganar el César 2011 a Mejor Largometraje Animado. Y es que cuando murió Jacques Tati nos quedamos sin más películas de él... hasta que llegó monsieur Chomet al quite.Basado en un guión original de Jacques Tati que el propio actor/cineasta declinó realizar, Chomet ha conjurado en El Ilusionista no sólo al espíritu de Tati -quien aparece como el protagonista animado del filme- sino a otros dos grandes maestros clásicos, primos hermanos de temperamento del cineasta francés fallecido en 1982. Me refiero a Buster Keaton y a su peculiar arquitectura del gag visual, y al último Yasujiro Ozu y a su renunciación conservadora de la era moderna. Agregue a este cocktail la virtuosa animación de monsieur Chomet, que mezcla la anacrónica animación dibujada con algunos elementos digitales, y tenemos frente a nosotros una de las mejores películas del año y, acaso, la mejor cinta que se exhibirá en el FICUNAM 2011.Tatischeff -nombre real de Jacques Tati- es el avejentado ilusionista del título, un solitario mago francés cuya mejor época ya pasó: presenta sus actos frente a auditorios semivacíos, con gente semidormida, con un conejo perpetuamente malhumorado. Él pertenece a una época del music-hall que ya ha finalizado, pero no se ha dado cuenta: estamos en 1959 y el rock ha invadido la cultura popular, como lo señala la irritante y ubicua presencia de "The Britoons", un cuarteto de juveniles rockeros que es la Némesis no sólo de Tatischeff sino de todo lo que él representa. Al ser invitado por un borrachales escocés a presentar su acto ilusionista en una alejada isla de las costas de Escocia, Tatischeff conoce a una muchachita, Alice, quien decide acompañarlo cuando el larguilucho mago regresa a Edinburgo. La relación entre los dos, de reluctante padre y tímida hija, será el centro dramático, emocional, de la segunda parte del filme.Chomet ha tomado el guión original de cineasta fallecido -facilitado por Sophie, la hija del director de Las Vacaciones de Monsieur Hulot/1953)- y ha reproducido perfectamente tanto la arquitectura del gag a lo Tati -siempre provocado por coincidencias casi cósmicas: la mancha del automóvil lavada oportunamente por la lluvia, el hilarante malentendido causado por el aire que hacer creer a Tatischeff que Alice ha cocinado a su rebelde conejo mordelón-, así como la magia cómica keatoniana, tan influyente en la obra de monsieur Tati -¡ese gag de las luces del auto convertidas en un par de motociclistas!Pero Chomet no se ha quedado sólo en el homenaje/saqueo de la comicidad emblemática de Tati: a lo largo del filme, y especialmente en su desenlace, se decanta una íntima tristeza reaccionaria -diría el poeta- que es muy de Tati pero, también, muy del gran Yasujiro Ozu. Tatischeff -como los papás avejentados de las últimas cintas del cineasta nipón- debe sacrificarse por su hija adoptada, como último acto de lucidez existencial. Más aún: el viejo ilusionista liberará a su desconcertado conejo y se negará, incluso, a realizar un último acto de magia, porque, ha dejado dicho en una carta, "los magos no existen". Pero nosotros sabemos que sí existen: uno de ellos se llama Sylvain Chomet.
El Ilusionista se exhibe hoy sábado, a las 12:30 horas, en la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario.