Revista Cine
Leviatán (Leviathan, Francia-GB-EU, 2012), segundo largometraje documental del inglés Lucien Castaing-Taylor (sólido debut Sweetgrass/2009, codirigido por Ilisa Barbash), dirigiendo aquí con la antropóloga y cineasta francesa Verena Paravel, es un filme de auténtica vanguardia. Una que tiene casi un siglo de antigüedad. No es casual que muchos hayan recordando El Hombre de la Cámara (Vertov, 1929) -tan de moda últimamente porque se coló en el top-10 de todos los tiempos de Sight and Sound- al ver Leviatán, pues las imágenes con las que está construida esta película nos remiten, en efecto, a cine-ojo preconizado por Vertov, un cine que ve no solo mejor que el ojo humano, sino que ve cosas que nosotros no podemos ver. Pero Leviatán no solo nos recuerda a Vertov sino, en general, al cine abstracto-poético-vanguardista que proliferó en los años 20, una de las décadas claves en la historia no solo del cine sino de las artes plásticas en general. Durante los primeros minutos de Leviatán no sabemos bien a bien en dónde estamos y qué estamos viendo: vemos colores, adivinamos formas, escuchamos sonidos. En algún momento aparecen gaviotas blanquísimas volando -o, más bien, flotando- en un fondo negro. Empezamos a entender: estamos siguiendo las tareas humanas y mecánicas en un barco pesquero -los créditos finales nos dicen que frente a las costas de New Bedford- a través de una mirada que -por la posición de la cámara- no puede ser humana. De hecho, Castaing-Taylor y Paravel usaron una decena de camaritas digitales GoPro que, por su tamaño, son usadas/colocadas en cualquier lado, en cualquier parte. Así, las cámaras de Leviatán se sumergen en el océano, acompañan a una red repleta de peces que son depositados en cubierta, capturan fragmentos de los pescadores eviscerando peces o abriendo almejas, atestiguan la cantidad de sanguinolentos desechos lanzados al mar, ven a un pájaro incapaz de subir una suerte de escalón, se confunde entre los peces muertos con sus enormes ojos saltados/saltones, toma las manos de unos trabajadores que destazan de manera experta una mantarraya... No es perceptible una agenda ecológica en la cinta pero lo que vemos nos puede llevar, irremediablemente, a reflexionar sobre la explotación que hacemos de los recursos de mar y de qué manera lo usamos como inabarcable basurero. En un ¿irónico? fair-play, en los créditos finales aparecen los nombres de los marineros que hemos -más o menos- visto y, también, los nombre científicos de las especies capturadas -por el hombre, por las redes, por las máquinas, por la cámara misma- a lo largo de la película. Mai Morire (México, 2012) es, también, otro segundo largometraje, aunque en este caso se trata de ficción y es dirigido por Enrique Rivero (Parque Vía/2008). La anécdota es mínima y la ejecución, minimalista. Chayo (Margarita Saldaña) regresa a Xochimilco a cuidar de su abuela casi centenaria (Amalia Salas). "Es lo que me toca", le dice la cuarentona Chayo a la abuelita de pocas palabras. Poco a poco -estamos en una slow-movie exquisitamente fotografiada por Gerardo Barroso y Arnau Valls Colomer, trabajo que les mereció un premio en Roma 2012- nos vamos dando cuenta de la situación: Chayo trabajaba de cocinera en la ciudad, tiene un marido (Juan Patricio Chirinos Jiménez) que no duerme con ella y un par de hijos pequeños que van a la escuela primaria. Con la misma placidez con la que avanzan las canoas que surcan los canales de Xochimilco transcurre el tiempo en el filme de Rivero: una toma extendida que acompaña el regreso de Chayo con la abuela melancólica se corona con un delicado paneo que nos muestra las bellezas naturales del lugar, la anciana sale en su silla de ruedas a ver el amanecer, la mujer le enseña a su hija algunos secretos del mole de acuerdo a lo que ha aprendido de la abuela, la familia asiste a la iglesia del lugar en donde Chayo parece extrañamente distante de la ceremonia religiosa... La rutina se rompe cuando Chayo se da cuenta que su abuela está a dos semanas de cumplir cien años y decide hacer una fiesta. La anciana no podría estar menos interesada: se niega a comer, pide "que le ayuden a abrir la puerta" y hasta recita -acaso el único momento artificial de todo el filme- algún fragmento ("Que muero porque no muero") de "Vivo sin Vivir en Mí", ese prodigioso poeta religioso de Santa Teresa de Ávila. La cinta presume varios segmentos oníricos y Rivero logra transmitir, genuinamente, la sensación de que los sueños de Chayo resultan tan pertinentes como misteriosos. Nos sugieren los miedos y las esperanzas de esta mujer que se siente útil al cuidar a su abuela, que se siente responsable de su vida y, también, de su muerte. Aunque esté claro, qué remedio, que "nadie puede escapar a su destino".