Tomado de Razones de Cuba
Muchos se preguntaban, ante el probable aprieto, qué haría él, quien tenía el récord del discurso más largo en la ONU (de 269 minutos), pronunciado el 26 de septiembre de 1960.
La expectación era extraordinaria. Iba a hablar ante el plenario y el silencio se apoderó de la sala de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, había un «problema»: un cronómetro, en cuenta regresiva, marcaba cinco minutos, el tiempo asignado a cada orador.
La sorpresa de todos fue mayúscula ese 6 de septiembre de 2000 durante la Cumbre del Milenio. Tomó un pañuelo y tapó el reloj, lo que provocó una risa generalizada. Hasta sus enemigos más enconados sonrieron. Esos 300 segundos le bastaron para estremecer al auditorio.
«Cualquiera comprende que el objetivo fundamental de las Naciones Unidas, en el siglo apremiante que comienza, es el de salvar al mundo no solo de la guerra, sino también del subdesarrollo, el hambre, las enfermedades, la pobreza y la destrucción de los medios naturales indispensables para la existencia humana», expresó, entre otras verdades.
Así era Fidel Castro Ruz. Imprevisible, profundo, atrayente, con gran sentido del humor y un carisma pocas veces visto. Por supuesto que tenía sombras y cometió errores. Pero, al margen de ideologías, de detractores y adversarios, fue, como dijera Gabriel García Márquez, un «ser humano insólito».
La emoción al riesgo
Algunas de las anécdotas más fascinantes de Fidel datan de sus tiempos infantiles, como las que publicó la revista Zunzún en su número 342. En un texto titulado Un niño llamado Fidel Alejandro, la periodista María Luisa García expone que aquel pequeño desobedecía de vez en cuando a una de sus maestras, Eufrasia Feliú, «mujer amargada» que ponía a sus alumnos de rodillas como un castigo correctivo.
«Por eso, Fidelito se rebelaba, decía malas palabras y escapaba por la ventana. Un día, en la huida, se cayó y se clavó una puntilla en la lengua; al llegar a casa, además, tuvo el regaño materno», refiere el material.
Años más tarde esa rebeldía lo llevó a liderar protestas estudiantiles, a encarar a un soldado del Ejército (célebre foto conservada en archivos), a escribir artículos de denuncia en el periódico Alerta y a viajar a Manzanillo a buscar la campana de La Demajagua (noviembre de 1947) para protestar contra el Gobierno de Ramón Grau San Martín.
García Márquez lo describió magistralmente: «Fatigado de conversar, descansa conversando. Escribe bien y le gusta hacerlo. El mayor estímulo de su vida es la emoción al riesgo».
Por su parte, Eusebio Leal, en una entrevista con la periodista Magda Resik Aguirre, señaló: «Su vida fue consagración… Ha sido ejemplo. Es un hombre, yo nunca lo he divinizado ni lo he convertido en infalible. Creo que la lealtad y la incondicionalidad al líder de una Revolución está en el culto a la verdad, y él requiere perennemente la verdad».
La broma, la seriedad y la lágrima
El 18 de noviembre de 1999, en el estadio Latinoamericano, ante unos 45 000 aficionados, tuvo lugar un inolvidable juego de pelota entre los equipos de veteranos de Cuba y Venezuela. Hugo Chávez, presidente de aquel país, actuó incluso como lanzador y después pasó a ocupar la primera base.
A Fidel, mánager anfitrión, se le ocurrió, a medida que transcurría el partido, ir incorporando «atletas de la reserva». Se trataba de peloteros de la selección nacional, convenientemente disfrazados, con barrigas y barbas. Orestes Kindelán, Germán Mesa, Juan Padilla, Javier Méndez, Juan Manrique, y Pedro Luis Lazo estuvieron entre los «viejitos» inventados por el mandatario cubano.
Lo mejor es que resultó una «operación» tan secreta que ni los verdaderos veteranos se imaginaban que serían remplazados por jóvenes disfrazados, quienes fueron maquillados por expertas de la televisión nacional.
«Nadie piense que hicimos trampa, hicimos una broma, porque no podía ser todo la seriedad de un juego que pareciera un partido largo entre compañeros veteranos ya de mucho tiempo», dijo jocosamente el Comandante en Jefe, quien se pasó gran parte del encuentro riéndose a carcajadas.
Tal gracia criolla no estaba todo el tiempo en él, claro está. Como apunta García Márquez, era sumamente serio en los asuntos trascendentales, se molestaba cuando le ocultaban la verdad y se abrumaba «por el peso de tantos destinos ajenos».
Ana Fidelia Quirot narró que, al regresar de los Juegos Centroamericanos y del Caribe de 1993, celebrados en Ponce, Puerto Rico, Fidel le colocó solemnemente la medalla en el pecho y le vio el rostro a punto de llorar, «pero era una gente fuerte y se contuvo».
Ser humano al fin, sufrió percances recordados por el pueblo, como el desmayo del 23 de junio de 2001 en la tribuna abierta efectuada en el Cotorro. Si bien el Comandante en Jefe no terminó su discurso, anunció que por la noche lo continuaría. Y así lo hizo en la Mesa Redonda de la televisión.
Otro de los malos ratos sobrevino el 20 de octubre de 2004 en Santa Clara, luego de una graduación de instructores de arte. Al caerse, quedó con la rótula de la pierna izquierda fragmentada en ocho pedazos y una fisura en la parte superior del húmero del brazo derecho. «Ahora estaré muy interesado por ver la foto de cómo me caí, la prensa internacional lo ha recogido y seguramente mañana está en las primeras páginas de los periódicos… Pido perdón por haberme caído. Como ustedes ven, puedo hablar aunque me enyesen, y puedo continuar mi trabajo», sentenció inmediatamente después del accidente.
Y cumpliría su palabra. A la semana siguiente comparecería en la televisión, con la pierna enyesada y el brazo en cabestrillo, para anunciar medidas económicas.
El tabaco, la barba y un chaleco moral
Fidel era un fumador empedernido. Sin embargo, en 1985, para liderar una campaña contra el tabaquismo dejó de fumar.
«Yo mismo me impuse terminar con el tabaco. Renunciar a ese hábito me pareció un sacrificio necesario en pro de la salud del pueblo. Oyendo hablar tanto de la lucha necesaria contra la obesidad, el sedentarismo, el hábito de fumar, me convencí de que el último sacrificio que debía hacer en favor de la Salud Pública en Cuba era dejar de fumar. Predicar con el ejemplo. Abandoné el tabaco, y no lo noté en falta», contó a Ignacio Ramonet.
Al mismo intelectual español residente en Francia le hablaría sobre otro de sus «secretos», la barba. Aclaró que esta «servía como elemento de identificación y protección, hasta que terminó transformándose en un símbolo de los guerrilleros. Después, con la victoria de la Revolución, conservamos la barba para preservar el símbolo. Además de eso, la barba tiene una ventaja práctica: uno no necesita afeitarse cada día. Si multiplica usted los 15 minutos del afeitado diario por los días del año, verificará que consagra casi 5 500 minutos a esa tarea. Como cada jornada de trabajo de ocho horas representa 480 minutos, eso significa que, al no afeitarse, usted gana al año unos diez días, que puede consagrar al trabajo, a la cultura, al deporte, a lo que quiera», refirió Fidel.
Y otro de los símbolos fue su traje verdeolivo, que usó ininterrumpidamente en público hasta junio de 1994, cuando se celebró en Cartagena de Indias la 4ta. Cumbre Iberoamericana. A la sazón acudió con guayabera.
Sobre su uniforme militar se tejieron las más diversas leyendas. Incluso, en 1979, al visitar la ONU, varios periodistas extranjeros le insinuaron que lo usaba para poder camuflar un chaleco antibalas. Ante eso, Fidel se abrió su traje, enseñó el pecho y dijo entre risas: «Tengo un chaleco moral, es fuerte. Ese me ha protegido siempre».