Fidel, nuestro eterno Comandante

Por María Carla González

Desde los días de la Sierra, el Verde Olivo fue la señal más visible del guerrero sin reposo. Algunas veces por razones protocolares, vistió la guayabera o el clásico traje oscuro, pero enseguida volvía a la ropa de campaña, la de las charreteras con rombo rojinegro entre laureles, santo y seña del Jefe Revolucionario.

Así fue hasta el triste día en que su proclama nos hizo enmudecer de angustia: alejado por decisión personal de los cargos que ocupó hasta entonces por aclamación popular, parecía también haber dejado a un lado el uniforme de tantas batallas duras y gloriosas con cuyos hilos se tejieron momentos culminantes de la historia contemporánea.

Pero Fidel simpre fue Fidel. Lo dijo quien lo conoció antes y mejor que cualquiera de nosotros. Fidel sabía cuanto significaba el Verde Olivo y la estrella de Comandante en Jefe para un pueblo que alimentó su resistencia a cuenta de su propia historia.

Tras largos meses de incertidumbre, Fidel reapareció. Volvía soldado de ideas agudas, punzantes, provocativas. Era el mismo, su fusil mirilla telescópica se había transformado en una arma de alcance universal, la palabra viva, y con ella apuntaba hacia temas que parecían no preocupar a los líderes del primer mundo, en una época en la que la vista larga puede marcar la diferencia entre la supervivencia o la extincion de la vida en el planeta.

En su marcha infatigable hacia el horizonte, que han de conquistar todos los hombres y mujeres del mundo, se le vió certero y vital al frente de un ejército pequeño en correspondencia con la gigantesca misión que tiene por delante: Hacerle la guerra a las guerras.

A Fidel, hombre ícono de quienes han luchado por toda la vida, ¡Hasta la Victoria Siempre!

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