Revista Cultura y Ocio
Título: Fiebre en las gradas Autor: Nick Hornby Editorial: Ediciones B Año de publicación: 1998 Páginas: 403 ISBN: 8440680260 Como muchos ya sabéis Nick Hornby es uno de mis autores favoritos. Y este es ya el séptimo libro que leo de él después de Alta fidelidad, Cómo ser buenos, Todo por una chica, En picado, Juliet, desnuda y Un gran chico. Ahora solo me falta por leer 31 canciones, pero no creo que lo haga. Y precisamente Fiebre en las gradas es uno de los libros de Hornby que más ganas tenía de leer. Tenía puestas muchísimas expectativas en él, creía que me iba a encantar, estaba segura de que me iba a gustar muchísimo... Pero ahora sé que estaba equivocada. Pero lo que no sabía era que no es una novela, un libro de ficción, sino más bien un ensayo autobiográfico, una especie de diario en el que Hornby nos habla de su obsesión por el fútbol, su relación con este deporte y, especialmente, su fanatismo por el equipo de sus amores, el Arsenal.
Si estaba tan segura de que este libro me iba a gustar era porque ya conocía el estilo de Hornby y porque durante muchos años yo también fui una seguidora incondicional de Osasuna. Aunque en muchos momentos me he sentido muy identificada con lo que nos cuenta el autor, el libro no ha sido ni mucho menos lo que yo esperaba. Creo que, en parte, porque yo creía que sería una novela, al igual que el resto de sus libros, y en parte también porque el libro es muy inglés. Hornby se extiende mucho en hablar de partidos, jugadores, entrenadores e incluso jugadas de la liga inglesa que al menos para mí son desconocidos, ajenos y precisamente por eso no he logrado meterme en el libro en ningún momento. La obra está estructurada en una breve introducción y tres etapas: 1968-1975 (23 capítulos), 1976-1986 (29 capítulos) y 1986-1992 (23 capítulos). Si Hornby hubiese hablado de la actualidad de los equipos ingleses probablemente el libro me hubiese gustado un poco más, pero al hablar de hace varias décadas... Lo que sí me ha gustado son las reflexiones que realiza el autor sobre algunos de los aspectos que rodean el fútbol en Inglaterra: los hooligans, la violencia, el racismo, el mal estado de los estadios que provocó varias catástrofes en las que murieron decenas de seguidores... Y, cómo no, lo que más me ha gustado sin duda son los capítulos más personales, los más íntimos e intimistas, en los que Hornby recuerda el primer partido del Arsenal que vio en el estadio de Highbury junto a su padre, recién separado de su madre, el 14 de septiembre de 1968, nada más cumplir once años. O cómo coleccionaba cromos de los jugadores, cómo tenía que soportar en el colegio, en el instituto e incluso en la universidad o en sus primeros trabajos las burlas de sus compañeros por ser seguidor del Arsenal, un equipo al que la mayoría odia, detesta y aborrece con todas sus fuerzas. Hornby nos cuenta también sus visitas al emblemático estadio de Wembley para ver cómo una y otra vez el Arsenal pierde las finales que disputa, nos habla de la selección inglesa, del juego sucio y duro que se practica en Inglaterra, y recuerda su vida en Highbury, el campo del Arsenal, donde comenzó situándose en el Recinto de los Escolares, para luego pasar, a los quince años, al Fondo Norte, el graderío cubierto situado detrás de una de las porterías “y que alberga a los hinchas más voceras y más bestias del Arsenal”. Con el paso de los años Hornby cambió el Fondo Norte por una localidad de pie en la Banda Oeste, para terminar comprando un abono de temporada en la misma grada, pero por fin en una localidad de asiento. Página a página Hornby crece, madura, cambia, pero lo que jamás cambia es su amor, su obsesión por el Arsenal, que incluso le lleva a acudir a un psicólogo o a comprar una casa en el barrio en el que está el estadio de Highbury. Hornby nos cuenta todo esto entre orgulloso y avergonzado, sabiendo que habrá muchos lectores que no le entenderán, que no comprenderán cómo alguien puede ser tan aficionado durante tantos años al mismo equipo y, sobre todo, condicionar tanto sus relaciones, sus amistades, su familia o su trabajo por algo tan en apariencia superficial y banal como el fútbol. Yo sí que le he entendido, me he sentido identificada con él, me he reído leyendo algunos de los capítulos del libro y, por encima de todo, he recordado mi propia infancia y juventud con emoción y añoranza. Como Hornby, también fui por primera vez a un campo de fútbol, el de Osasuna, el Sadar, porque para mí jamás será el Reyno de Navarra, con mi padre, cuando tenía 9 años y mis padres también estaban recién divorciados. Y al igual que a él me impresionó tanto el ambiente, los cánticos, los ánimos, la emoción, el nerviosismo, el sufrimiento, la alegría desbordante e incontrolable que junto a mi padre, mis tíos y mis primos volví al estadio cada dos semanas durante toda la temporada, hasta que al año siguiente mi padre me hizo socia de Osasuna. Y fui socia durante 15 años, desde los 10 y hasta los 25, cuando me vine a vivir a Madrid. Como Hornby, entre orgullosa y pudorosa tengo que confesar que yo también he dejado de asistir a celebraciones familiares o con amigos con tal de no perderme un partido de Osasuna en el Sadar. He acompañado al equipo de mis amores cuando estaba en Segunda División a Gijón, a Leganés, a Eibar, a Vitoria. Lloré de alegría el 4 de junio de 2000 cuando gracias a un gol de Treziack le ganamos 2-1 al Recreativo de Huelva y volvimos a Primera División después de seis temporadas. Después de años de ser uno de los equipos mediocres, de no poder lucir nuestros colores, por fin pude, con muchísimo orgullo, pasear la camiseta y la bufanda rojillas con una indescriptible alegría y satisfacción cuando en 2005 jugamos la primera final de Copa del Rey contra el Betis en el Vicente Calderón. Yo no pude viajar a Madrid, pero desde la Plaza del Castillo de Pamplona, en una pantalla gigante, vi cómo Osasuna perdía su primera final y no pude evitar llorar amargamente. Esa temporada, la 2004-2005, fue la mejor de Osasuna en toda su historia y cómo no, la disfruté como una enana. Nos clasificamos para la previa de la Champions y jugamos la Uefa, incluso llegamos a la semifinal. Yo ya estaba preparando el viaje a la final de Glasgow, pero no pudo ser. Aun así tuve la suerte de viajar a Burdeos un 14 de febrero, miércoles. No me importó sacrificar un día de fiesta. Como tampoco me importó viajar en tan solo dos días de Punta Cana a Madrid, de Madrid a Pamplona, de Pamplona a Sevilla y de Sevilla a Pamplona con tal de ver el partido de vuelta de la semifinal de Uefa en la que el Sevilla nos eliminó. Y tampoco me importa ahora decir que, una vez más, volví a llorar. Durante los 15 años que fui socia de Osasuna para mí el fútbol fue algo muy importante, imprescindible. No me importaba gastarme la paga en las entradas para los partidos o congelarme en las gradas del Sadar mientras veía cómo Osasuna perdía. O que mi regalo de cumpleaños o Navidad fuese el carné de socia o el viaje para ver un partido de los rojillos fuera de casa. Porque para mí, durante muchos años, la vida se contaba por temporadas. Porque, al igual que Hornby, también le tengo que agradecer a mi padre que me haya transmitido su afición por el fútbol y, sobre todo, su pasión por Osasuna. Porque, como el autor, yo también sueño con poder llevar algún día a mis hijos al Sadar. Porque, me guste o no, soy rojilla y lo seguiré siendo siempre. Hasta la médula.