Acaba de darse en el aeropuerto de Barcelona un ejemplo de filantropía tóxica: once de los 176 pasajeros de un avión con destino a Dakar, Senegal, se amotinaron para impedir la devolución a su país de un inmigrante indocumentado llegado poco antes en otro vuelo y que fue rechazado en la zona internacional.
Espoleados por la periodista y activista de oenegés Anna Palou Solé, que transmitía por Twitter la situación, los sublevados impidieron el vuelo durante más de hora y media.
El inmigrante fue devuelto finalmente en el avión y los filántropos retenidos en tierra tras provocar retrasos concatenados con cambio de tripulaciones y pago de hoteles e indemnizaciones a quienes esperaban en Dakar la vuelta, que se retrasó casi un día.
El enorme coste de esta solidaridad histérica, de este idealismo exhibicionista, cuyas consecuencias pensaban sus protagonistas que pagarían el Estado o la compañía aérea, seguramente terminarán abonándola ellos tras ser denunciados por incumplir distintas leyes.
Esto no es una anécdota aislada. En España crecen los grupos que viven de la bondad gratuita para ellos y onerosa para la sociedad bajo el lema de “Acoge”.
El ochenta por ciento de los fondos para inmigrantes, por ejemplo, va a su propia burocracia. El resto a acoger y entregar sus acogidos a los servicios sociales creados para españoles necesitados, más empobrecidos con esos acogidos inesperados.
Ningún activista que vive de famosas oenegés para inmigrantes y refugiados socorre a uno solo en su casa. Exijámoselo. Si lo hicieran decenas de millares encontrarían acomodo.
La alcaldesa de Madrid lleva dos años con una gran pancarta en el ayuntamiento “Refugees Welcome”, pero ni ella ni uno solo de sus concejales de Podemos ha llevado a un refugee a su casa: ejercen su caridad progresista cargándole los costes a los servicios más desatendidos.
Hipócritas. Explotadores de unos y otros. Deben pagar ellos, como los once filántropos barceloneses que violaron las leyes imitando la teatral insumisión de la Generalidad al Estado.
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SALAS