I. Una vivencia íntima y profunda del miedo empuja a la partición de la unidad corporal. Por un lado, la parte física pierde momentáneamente su control: el rostro convoca a las lágrimas mientras se desfigura, las piernas tiemblan, los esfínteres se liberan. Por otro, lo sensible queda desreferenciado de sus coordenadas perceptivas, pudiendo llegar al extremo de anudar en un mismo plano temporal, presente, futuro y, por supuesto, pasado. En esa disyunción se promueve el reencuentro con cierta animalidad perdida, sepultada bajo la vivencia cultural y apaciguada eficazmente por esa radiación electromagnética percibida por el ojo humano conocida comúnmente como luz. Es en ella, precisamente, donde se origina el verdadero miedo. Una emoción inherente al ser humano y compartida con buena parte del reino animal.
«La oscuridad no miente», la carencia de un panorama visible oculta los signos en los que encontraría cobijo una realidad palpable. Allí donde el cuerpo se confunde realmente con su entorno, allí donde el tigre se agazapa, el sentimiento más inconfesable es capaz de convocar de forma involuntaria a todos los fantasmas que lo alimentan desde la infancia. Un tiempo donde la oscuridad funda en cada niño el origen de una experiencia imposible de ser olvidada en lo que queda de vida. En ella se constata como la potencia de un sentimiento recordado siempre como desagradable, es mucho mayor en la amenaza de lo imaginario que en un riesgo evidente. Es una cuestión de cine; de una presencia de ausencias.
II. No parece casual que las obras de tres cineastas materiales como Lisandro Alonso, Albert Serra y Apichatpong Weerasethakul (Joe, como se le conoce en el circuito festivalero) converjan de manera asintótica allí donde confluyen la puesta en límite de una cámara y la percepción humana. Filmar la oscuridad, lo que ocurre, lo que aparece en ella, se ha convertido en el último desafío para el cineasta moderno. Y es precisamente donde la negritud empapa toda la imagen, en donde la propia materia se convierte en una especie de tablilla de cera en la que se inscriben todos los espectros y fantasmas contenidos bajo sus formas. Hablamos de ese punto ciego de toda imagen capaz de desnudarnos, donde la ficción se vuelve peligrosa, donde se muestra como amenaza. Allí donde las vidas pasadas de la imagen se confunden y se detienen en el presente al que son convocadas para revelar que el cine ya no puede ser concebido únicamente como un tren de sombras sino, además, como las sombras del propio tren en su transitar.
La mujer del tío Boonme emerge desde lo más profundo de su memoria después de 19 años para sustanciarse en la propia imagen adoptando la misma apariencia corporal del momento de su muerte. Se sienta al lado de Tong – el que fuera soldado en Tropical Malady (2004) – y, casi al mismo tiempo, el hijo que les unía comparece con un aspecto similar al de los protagonistas de El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968) A diferencia de su madre, había desaparecido en la selva empujado por su obsesión de descubrir el misterio oculto de una fotografía a la manera del David Hemmings de Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966). La incertidumbre, el miedo ante la pérdida, trazan un rastro emocional a partir de la fotografía erigida como testamento y la habitación roja donde fue revelada junto a otras tantas. Un recuerdo que mira a través de los ojos rojos de una forma de vida devenida en primitiva. La tensión con el espacio es ahora una cuestión interiorizada corporalmente, latente en la evocación de las certezas del pasado. Cuerpo amortajado vs. Cuerpo transfigurado: pero Boonmee recuerda realmente de la misma manera.
III. En El tío Boonmee recuerda sus vidas pasadas (2010) han desaparecido los hospitales y con ellos la típica escena de médico de familia de nuestro gran amigo Joe. Sin embargo, las personas continúan enfermas; Boonme sufre una enfermedad de riñón que le empuja irremediablemente a la muerte, y su cuñada padece una evidente cojera que merma su movilidad. Pero el anhelo del recuentro con la normalidad física no supone un problema; siempre se dispone de alguna prótesis, de alguna cura momentánea que mantiene la vida en movimiento para franquear los límites de selvas y ciudades. Por contra, y al igual que en el cine Tsai Ming-Liang, la verdadera enfermedad, la verdadera dificultad, es aquella que emerge de las consecuencias del amor. El cuerpo padece el miedo de todas las incertidumbres de una relación. Y aunque los afectos intercambiados siempre encuentran consumación en el sexo, las circunstancias terminan por alejar los cuerpos de sus amantes, delegando en la memoria la tarea del rencuentro.
Una princesa pretende superar su fealdad follándose a un barbo en una especie de fuente de la vida. La escena asoma entre las demás imágenes de El tío Boonme…como una impostura; su oscuridad no emana de una falta de luz, sino de ese truco recurrente antes de todo lo digital conocido como «noche americana». La penumbra artificial choca frontalmente con la oscuridad natural de cuevas, selvas y ciudades. La transgresión de Joe acompaña a una nueva variación de su imaginario, a un amor reprimido y suspendido en el tiempo, latiendo en el presente entre el tío Boonme y su cuñada. La imposibilidad que impide que sus cuerpos desborden todos los ríos de sentimientos y afectos que les colman, encuentra una prótesis eficiente en el correlato común de la leyenda transmitida oralmente a través del tiempo.
IV. Los títulos de crédito irrumpen hacia la mitad del metraje de Blissfully Yours (2002) de igual forma que lo hace un fotograma que parece quemarse en Tropical Malady. Joe se mantiene severo en su actitud con El tío Boonmee…, pero disminuye la duración del recurso al leve parpadeo de un fotograma negro, para que sus películas continúen con la tradición de circular escindidas en dos mitades gracias a una cesura que incoa a las metamorfosis de sus imágenes. Los cuerpos mutan adoptando tanto formas humanas como animales. Pasan de ser abuelos a perros, de tigres a soldados, de tíos a peces. Sin embargo, en su devenir nunca parecen estar ubicados donde realmente deberían estarlo. La aparente armonía diurna con el espacio se deshace lentamente al caer la noche. El límite no aparece en lo físico, sino en lo visible.
Hubo un tiempo en que los cineastas buscaron el intersticio de las imágenes para hacer matemáticas con ellas. 1+1=3; Godard: « El cine no es una imagen después de otra, sino que es una imagen más otra que forma una tercera y esta tercera la forma el espectador». Pero a esta ecuación la circunda un problema importante; las imágenes no son construcciones autónomas e independientes, se encuentran rodeadas de un mundo real y un universo imaginario. Abrir ese intersticio «clásico» alimenta la expansión desproporcionada del segundo. Pero el corte, la interrupción de Joe, no pretende lo mismo: sus películas mutan para plegarse sobre si mismas. El arte de su cine consiste en contraer, en acercar tiempos paralelos. En ordenar, organizar, imaginarios a la deriva; sin duda que nos encontramos ante el John Ford de nuestro tiempo. Pero el no imprime la leyenda, sino que la reutiliza para contener todo un ecosistema de imágenes en expansión. Joe no piensa entre ellas, pero las lanza, como una canción de karaoke a la espera de su intérprete, al corazón mismo de un intersticio que necesita ser (un poco) suturado.
Ricardo Adalia Martín.