La botella medio vacía, el tiempo pasado siempre mejor, la tostada que cae del lado de la mantequilla.
El año no se va del todo,
deja la estela aciaga de sus ruinas, un sabor a ceniza reciente, a quizá pueda ser peor. Nunca fuimos tan infelices. Nadie apuesta por el don de la gracia, a menos que venga desnuda y sin promesas. Nadie cree ya en el milagro de aquello que aún no es pero podría. Tiempo propicio para aliviar nuestro miedo con el placebo que pese a su escasez, refresca mientras fue. Malos tiempos para la lírica, para soñar despierto, para reclamar lo obvio, para recuperar el aliento perdido en la carrera, y proseguir. El alma se aferra al postor que sonríe, vende su primogenitura por unas lentejas, su reino por un caballo. No espera del horizonte más futuro que la línea que lo atraviesa. Y es feliz, a su manera. Apostar bajo y ganar seguro. No gritar, asentir, esperar lo que nunca fue nuestro. Vivir, a secas, como la hierba que crece, dócil al batir de los días. Quizá antes de ser humanos fuimos solo eso, un eco silente, el crujir de dientes, despedazando el tiempo, sin añorar más futuro que seguir latiendo. Quizá sea mejor así, no esperar más sol que el siguiente, más oro que el que brilla, más olla que la que humea, más promesa que la cumplida. Y morir, sin saber que vivir estuviera a la vuelta de la esquina.