Los gurús del nuevo paradigma hablan del fin de la dualidad. Y la dualidad es fruto de la mente racional, sin tener en cuenta la mente emocional del hemisferio derecho de nuestro cerebro. Si te das cuenta, la mayoría de nuestros problemas de encaje con nuestra realidad se da por la dualidad, enseñada y bien aprendida desde nuestra más temprana infancia. Lo bueno frente a lo malo, lo positivo frente a lo negativo, lo racional frente a lo emocional, lo aceptable ante lo inaceptable.
A título humano, la dualidad es algo que nace en nuestro cerebro analítico, iluminado por la razón y comandada solo por el Ego. Y por tanto desestima la parte emocional, cuando ella participa de nuestra percepción particular de lo que nos rodea. Así, el mar no solo es una extensión de agua, con una concentración de sales y oligoelementos, con un color variable en función del fondo y con una temperatura condicionada por donde se halle o por el clima. Esa sería una visión eminentemente racional y, por tanto, restrictiva y limitada. El ser humano tiene el privilegio de poseer una percepción complementaria y enriquecedora que no es más que la generada espontáneamente por su hemisferio derecho cerebral, que gestiona las emociones y la intuición, elementos de una realidad sutil que, a menudo, desechamos o ignoramos, precisamente por ser subjetiva e intangible, aunque la hace mágica.
Pero la verdad es que nuestras percepciones están basadas en ambas realidades, la física y la sutil, queramos o no. Y esa disyuntiva mal aprendida nos causa frecuentemente problemas en nuestra vida cotidiana. ¿Qué siento y qué debería sentir ante algo que me afecta? ¿Por qué un hecho o una situación me provoca sentimientos enfrentados o contradictorios o, lo que es lo mismo, me hace sentir incertidumbre? ¿Por que esto o aquello me genera una emoción que siento en mi interior, pero algo me dice -la razón, sin duda- que debo sentir diferente? ¿Por qué sentimos algo y, en cambio, nos vemos obligados a vivirlo de otra manera?
Seguirá…