Revista Arquitectura

Final

Por Arquitectamos
Estos días he descubierto, pasmado, esta escultura:
Final
Es La Virgen del velo (c.1850), del escultor italiano Giovanni Strazza (1818-1875) Es algo verdaderamente admirable: Una pieza de mármol sólida, maciza. No es un retrato al que luego se le haya superpuesto una gasa que se haya enyesado (o "enmarmolado") posteriormente. No. De eso nada. Es una talla en piedra. Es pura talla. Todo ello está hecho con la técnica de sustracción: Tomar un bloque de mármol y quitar material. No se puede tener más maestría, ni ser mejor escultor que Giovanni Strazza. ¿Pero quién fue Giovanni Strazza? Ni idea. No había oído hablar de él en mi vida. Lo busco ahora en Google y no lo encuentro. De esta escultura si hay varias entradas, pero de la biografía del autor nada. Ni siquiera tiene entrada en la wikipedia. O sea, que este gran escultor no aparece clasificado ni como de tercera división. Vaya.
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¿Por qué la historia, la memoria, no aprecia a este escultor? Pues porque su obra es deliciosa, inmejorable, perfecta... pero ya no aporta nada nuevo, y no va a ningún sitio.
Su autor es un excelente conocedor de la técnica, un maestro, un Don Nadie. Parece que no tiene nada que decir.
Fuera de los círculos más o menos próximos a la arquitectura tengo un grupo de amigos muy cultos y con una gran formación y un criterio certero, pero que no aman el arte contemporáneo. No les interesa especialmente. A veces discuto con ellos de estas cosas, y me aportan puntos de vista muy interesantes e inteligentes desde fuera de este mundo endogámico en el que nos incrustamos los arquitectos como lapas contumaces. Naturalmente, todos ellos me dijeron que estas imágenes les gustaban mucho. ¿Y a quién no? Sobre eso no hay discusión posible. Es una obra de una gran delicadeza y de un carácter extraordinariamente bueno y bello. Pero yo, que no puedo estarme callado sin meter la pata, les decía que esta obra es fruto de un conocimiento absoluto de la técnica, y de un dominio total del oficio. Pero nada más. (Ni nada menos, de acuerdo. Pero nada más). Ah, ¿es que es poco dominar el oficio y la técnica? Naturalmente que no. En eso consiste la profesionalidad. Y esta escultura es, obviamente, obra de un profesional.
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Pero yo creo que es la obra de alguien que conoce magníficamente su oficio pero que ya no tiene nada nuevo ni nada especial que decir. Me refiero a que es un académico que sabe aplicar académicamente su profesión, que lo hace con una gran perfección, pero que se limita a repetir lo que ya sabe. Prueba un efecto exquisito, tal vez novedoso como tal, pero no prueba una nueva forma de expresión. No arriesga. Se queda en lo trillado. Ya sabe cómo le va a salir y ya sabe que su obra va a ser admirable desde antes de empezarla. Su única originalidad es precisamente el efecto, el adjetivo prescindible. Veo a ese escultor como a un competentísimo profesor de Bellas Artes y como a un dignísimo miembro de la Academia (no sé si lo fue; no sé nada sobre él). También lo veo, sí, como un escultor ya aburrido, necesitado de estímulos laterales o tangenciales a la propia obra, a su consabida esencia. Porque saberlo ya todo y dominarlo ya todo aburre mucho.
Pero para entretenerse juega con variables accesorias. Veo el final de un camino, veo el estancamiento de este arte en una vía que ha llegado a su máxima perfección y no puede dar más de sí.
(Lo que, por supuesto, no quita, y lo repito una vez más, que vea una obra perfecta).
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Este escultor podría enseñar el oficio a los jóvenes (seguramente lo hizo) y ser el adecuado eslabón de la cadena para que ésta continuara. Pero la propia cadena no podía continuar. Estaba cerrada en círculo, acabada, y ya no iba a ningún lado. ¿Continuar hacia dónde? Hacia ningún sitio. Era repetir eso eternamente y no poder mejorar ya nada ni explorar nada. Tan sólo probar nuevos alardes técnicos (por ejemplo, otra Virgen Velada pero con un tejido calado como de ganchillo) y acabar en el puro kitsch.
En el fondo, esta obra magnífica que muestra su innegable perfección pero no arriesga nada ni busca nada está ya entrando en el kitsch.
Cuando digo estas cosas los amigos a quienes me he referido antes se cabrean. Y yo los entiendo: Hay algo que se rebela profundamente en el interior de uno cuando un tocapelotas ataca una obra que es no sólo irreprochable (no hay más que verla) sino ejemplar.
Pero es innegable que a mediados del S.XIX el arte académico llegó a un callejón sin salida. Hacía falta sacudir fuertemente el panorama para desempolvar y limpiar las telarañas. Y esto lo hicieron simultáneamente en varios países varias pandas de gañanes que no dominaban aquellas técnicas sofisticadas. Es más: eran unos ignorantes que hacían unas cosas bastante pedestres y brutales.
Y es que el arte había llegado a unos extremos tan perfectos pero tan anodinos que la única forma de buscar una nueva vía, un aire limpio y fresco, era no saber nada, o saber tantísimo que hasta se supiera cómo romper la tradición y la técnica, como romperlo todo para empezar otra cosa.
Estaban ya germinando los impresionistas, que habían de estallar pocos años después y repugnar profundamente a todo el mundo, que estaba tan tranquilo y tan a gusto con las obras académicas perfectas.
Y eso no fue nada más que el inicio de la mecha que habría de hacer explotar toda la tramoya académica, crear un nuevo paradigma... y terminar instituyendo otra nueva academia.
De alguna manera nos encontramos ahora en situación similar a la de Strazza. Conocemos una depurada técnica para hacer cosas, pero las cosas que sabemos hacer ya han perdido su voz y su palabra. Y nos debatimos entre los viejos maestros a quienes queremos imitar y los nuevos cantamañanas que nos quieren sacudir las legañas y que nos prometen (siempre nos lo prometen) la verdad y la vida.
Naturalmente, en esta época de confusión parece que cualquier cosa que nos sacuda ha de ser buena por definición, sólo por el hecho de sacudirnos. Y vamos a las salas de exposiciones a ver mierdas (literalmente), ampollas con sangre del artista, tiburones en formol o cualquier cosa que, por el hecho de salirse del camino trillado, pretende abrir otros nuevos y servir de guía a la humanidad.
Porque el arte (el gran arte, el arte excelso) hace ya mucho tiempo que dejó de buscar la belleza y se puso a buscar la verdad o, mejor dicho, el conocimiento. (El arte siempre lo había buscado, pero ahora es su único destino, y no sabe muy bien hacia dónde tirar).
Por otra parte, como los artistas tampoco saben dónde buscar el nuevo conocimiento, se limitan a provocar la sorpresa, que es como si yo salgo al campo con ánimo de coger unas flores y vengo tan sólo con un garrotazo del agricultor cuyo sembrado he pisoteado.
La sorpresa es la primera parte para desmontar el conocimiento establecido, y debe ser seguida por una segunda parte en la que se aporte uno nuevo. Esa segunda parte no llega y nos quedamos con la primera, que ya ni nos sorprende, sino que nos aburre con tanta ocurrencia estúpida y vacía.
Y la humanidad, como ha ocurrido siempre (o casi siempre) está formada por muchísima gente muy distinta, que sigue caminos muy diferentes, pero ninguno plenamente satisfactorio, y que quiere creer en alguien que le diga: "Este es el verdadero sentido de la vida y el pulso de nuestro tiempo".
Todo final de algo es un comienzo de otra cosa. Igual que en la época de Strazza, yo siento que estamos en un final. Pero la agonía ya dura demasiado y no veo nada. Algún nuevo grupo de gañanes ignorantes debe de estar a punto de hacer algo grande. Lo que siento es que cuando eso ocurra, si tengo la oportunidad de verlo, ni lo voy a saber reconocer ni lo voy a saber apreciar. Ni siquiera me voy a enterar. Una pena.
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