El mundo de la representación institucional en las más altas instancias del poder se suele presentar al ciudadano desde la imagen de un espejo que distorsiona la realidad, seguramente porque es necesario para el funcionamiento de un país que así sea. En el caso de España, hasta el inicio de la crisis, la monarquía ha sido la institución del Estado más valorada. Los telediarios nos mostraban a don Juan Carlos y doña Sofía como una pareja aparentemente unida y la gente parecía no hacerse demasiadas preguntas al respecto, a pesar de los rumores al respecto. Fue a raíz del escándalo Noos, protagonizado por el yerno del rey, Iñaki Urdangarin, cuando el llamado cuarto poder, que hasta entonces había considerado al monarca como algo intocable, empezó a levantar los velos que hasta entonces habían cubierto de los ojos de los ciudadanos su auténtica naturaleza. Y desde entonces la monarquía ha sido una constante fuente de escándalos, hasta el punto de que su misma existencia, hasta ahora indiscutible, se ha puesto en cuestión.
Buena parte de estado continuado de confusión que se ha generado en los últimos años se debe a la ausencia de un cuerpo legislativo que defina claramente las atribuciones del rey y su familia y regule situaciones que hasta hace poco podían considerarse como de ciencia ficción, como una infanta imputada penalmente (si debería renuciar por ley a sus derechos dinásticos o no) o un jefe del Estado que en los últimos años ha tenido un comportamiento claramente irresponsable, hasta el punto de dejar en evidencia en ocasiones al mismísimo gobierno de la nación. Pero el rey siempre se ha opuesto a tal tesitura. Él, como se ha descubierto recientemente, ha preferido tener el margen que otorgan estas lagunas legales con el fin de no dar cuenta de sus constantes escapadas para ver a Corinna zu Sayn-Wittgenstein, una mujer que ha sido definida de muchas maneras, desde amiga entrañable de la monarquía española, por la prensa más afín, hasta segunda esposa de su majestad el rey, en los países árabes, donde la poligamia es una costumbre entre la gente poderosa, pasando por otros calificativos menos sutiles.
Lo cierto es que siempre ha sido vox populi, que el matrimonio de los reyes es una fachada desde hace décadas y que su majestad se ha tomado las libertades que le ha dado la gana al respecto. Pero la sorpresa para los españoles (y para la propia familia de don Juan Carlos) ha sido descubrir la existencia de una familia paralela. Hasta ahí todo bien, ya que el tema debería ser estrictamente privado, a pesar de la hipocresía católica en la que nos quieren hacer creer que viven. Lo complicado empieza cuando se empieza a indagar en otros aspectos de la relación y se descubre que Corinna ha utilizado la influencia real para potenciar sus negocios de mediación y representación en el extranjero, aunque ella asegure que en realidad ha sido utilizada para rendir grandes servicios a España. La ceremonía de la confusión está servida.
Pero es que existen más ingredientes que han hecho de estos últimos años un calvario para la Casa Real. Las continúas operaciones a las que se ha tenido que someter don Juan Carlos, que han suscitado las lógicas dudas sobre su salud y su capacidad para continuar en el cargo, las tensiones con la pareja heredera, que contemplaban como día a día se mermaban sus posibilidades de acceder al cargo de una manera digna y las dudas sobre el patrimonio real del rey, que se estima en muchísimos millones de euros, pero cuya procedencia difícilmente va a poder ser investigada, debido al blindaje jurídico que, esto sí, aparece en la Constitución Española. Y todo ello en contexto de durísima crisis económica en la que los españoles empezaban a cuestionar el lujoso estilo de vida de la familia real. Y lo peor es que todo esto palideció ante la madre de todos los escándalos: el accidente del rey durante una cacería en Botsuana.
Verdaderamente lo que sucedió en abril de 2012 desencadenó una tormenta perfecta cuyas consecuencias de desprestigio de la institución monárquica todavía no se han disipado. El rey había declarado unos días antes del incidente que el paro juvenil "le quitaba el sueño", cuando lo que verdaderamente tenía en mente era el viaje de safari que iba a emprender junto a su segunda familia. Coincidió este viaje secreto con otro accidente: el de Froilán, el nieto del rey, que se disparó en el pie. En Casa Real se declaró que su majestad estaba trabajando y que pronto pasaría por el hospital. Poco podían imaginar los ciudadanos que esas palabras iban a ser proféticas: el rey iba a pasar por el hospital, pero para ser tratado él mismo de una rotura de cadera, después de un regreso esperpéntico desde África. Las patéticas imágenes del monarca disculpándose no sirvieron para contrarrestar lo evidente: aparte de las lógicos chistes que proliferaron por las redes sociales, el cuestionamiento del comportamiento del rey llegó a sus máximas cotas. Parecía que los españoles por fin se daban cuenta de que quizá los intereses privados del monarca eran incluso más importantes que esos desvelos por el bien de España de los que tanto hacía gala.
Los dos años siguientes fueron un quiero y no puedo. El rey intentó dar una imagen renovada, pero los problemas de salud y de opinión pública persistían. Al final a don Juan Carlos no le quedó otro remedio que tomar el amargo camino de una humillante abdicación, sin ni siquiera llegar a los fastos del cuarenta aniversario de su reinado. La penosa imagen que ofreció en la lectura del discurso de la Pascua militar de 2014 fue el último clavo en el ataúd que él mismo se había ido construyendo durante los últimos años: los excesos del día anterior y de los últimos tiempos le pasaron factura de la manera más cruel posible. Estudiar los rostros de los que le rodeaban aquel día constituye un ejercicio del máximo interés: cómo intentar dar una imagen de normalidad institucional frente a lo que ya es insostenible. En los últimos meses el rey emérito se ha separado definitivamente de doña Sofía y lleva una vida errante y de lujo por distintas partes del mundo, sin tener que hacer uso ya del arte del disimulo. Puede que se haya quedado sin amigos importantes, pero aún le quedan muchos, sobre todo en el mundo árabe, donde su prestigio apenas ha sido dañado. A su hijo le toca restituir el presunto prestigio de la institución monárquica, una labor quizá más sencilla de lo que se piensa, puesto que los españoles son muy propensos a escandalizarse, pero también a olvidar en beneficio de otros escándalos más recientes. Si la crisis económica ofrece un respiro en los próximos tiempos, don Felipe podrá dar por ganada su particular partida.
Ana Romero ha escrito una crónica periodística muy estimable, desde el conocimiento, a veces directo, de los hechos que cuenta. Para los que estimamos que la institución monárquica es un residuo del medievo, totalmente prescindible en un país moderno, el libro nos abre los ojos respecto a la hipocresía de la existencia de un hombre que fundamentalmente ha hecho lo que le ha dado la gana toda su vida, mientras se rodeaba de una corte de aduladores y la opinión pública española permanecía anestesiada. ¿Cuál será el balance de las décadas de reinado de Juan Carlos I? ¿Se le conocerá como el rey que restauró la democracia en España o como el personaje que tuvo que abdicar debido a una catarata de escándalos? Es bueno que al menos se haya roto el velo de ignorancia que rodeaba a las actividades de una familia real que ha sobrevivido a duras penas los últimos años y seguramente lo seguirá haciendo en el futuro. La coyuntura política actual, con el auge de partidos políticos emergentes, seguramente será insuficiente para derribar una institución que ha demostrado sobradamente su capacidad de superviviencia en país que vocifera mucho, pero que acaba perdonándolo todo y que en gran medida sigue deslumbrado por los oropeles de una institución de utilidad cuestionable.