Tienes que cavar. La tierra está muy dura, quién lo iba a decir, después de la primera arena suelta que más que cavar apartas con la pala, será un palmo, tal vez ni eso, y después esta costra reseca que te hace resollar y te ampolla las manos. Cada vez que clavas la pala puntiaguda, el golpe repercute por todo tu cuerpo, los huesos lo transmiten de articulación en articulación, como una marea que lo recorre de punta a cabo hasta regresar a la misma tierra en un ciclo cerrado y vicioso, y así se equilibra todo.
Sigues avanzando en la tarea, cada vez más despacio, la verdad, porque a medida que se profundiza, la tierra está más dura y las fuerzas flaquean. La zanja te llega ahora por la cintura y eso empieza a ser fatal. No tienes muchas preguntas que hacerte porque, en general, conoces las respuestas, pero te preocupa que empiezas a no controlar tus propios pensamientos que bullen ansiosos en el interior de la cabeza: se dislocan y confunden, chocan entre sí como las moléculas de un gas puesto a calentar, la presión interior aumenta y la cabeza te empieza a doler. Ves rostros que están muertos desde hace tiempo, quizá no enterrados pero desde luego muertos, no por tu mano, ninguno de ellos, aunque sí por tu dedo índice, el mismo que contribuye a sujetar la pala, impulsarla y cavar un hoyo que ya alcanza tu pecho.
Por fin se levantan y acercan los otros. Con ellos camina la inminencia del fin y sientes, en un instante, un alud de recuerdos que se arroyan entre sí, vertiginosos, como una tormenta en la que el viento gira loco; pero no hay tiempo para entender cada recuerdo, para observarlo y aprehenderlo, porque ya están encima. Has dejado la pala botada en el fondo de la zanja y no quieres abrir los ojos para ver la tierra blanquecina y polvorienta porque hay allí unas botas, también polvorientas, la extensión de una voluntad poderosa que pregunta y que te grita, de un arma que apunta y que mata.
Sientes la arista hiriente en el cuero cabelludo, bajo la pelambrera, presionándolo contra el hueso ¿cuál? temporal, occipital, parietal, qué estúpido entretenerse con estas pendejadas cuando hay otros pensamientos más importantes, otros recuerdos que quieres, que debes recordar, y además es precisamente en esto en lo que no quieres agotar el instante de moratoria, porque es un instante no más el que te queda de vida –mientras perduren los gritos–, aunque pretendas estirarlo para recuperar esas otras evocaciones trascendentales que alguna vez imaginaste que volverían a ti en este momento, por ejemplo el de tu primera noche con la mujer de tu vida, con la más importante de las mujeres que has amado, un pelo negro, largo, muy brillante, espeso, tan hermoso que todo lo demás gira alrededor de él, su reflejo opaca el resto de la imagen, también hay un vestido largo, amplio, de colores, un vestido de embarazada. Casi lo estás acariciando con las manos, el vestido, el vientre, la mujer, cuando abres los ojos y ves la tierra que temías ver y tus propias rodillas hincadas en ella y las botas polvorientas, los tobillos, los pantalones uniformados de varios hombres, y no puedes ver más arriba porque algo te lo impide presionando contra ¿el temporal hemos dicho? Ahora sí escuhas sus voces aunque no oigas tus propias palabras, las que estás diciendo, ¿acaso suplicas?, ¿tanto vale tu vida?, sí, claro que vale, lo vale todo, lo es todo, y el instante sigue estirándose, como un chicle muy mascado, en busca de un puerto, de un vestido, de una barriga tensa y redonda como la superficie del planeta, te aferras a ella como el ancla definitiva donde sujetar el extremo de la vida cuando ya no se pueda estirar más, cuando sea un hilo tan delgado como el de una araña.
Pero aún no, aún tienes un soplo de tiempo para sentir que el corazón bombea muy deprisa, mucho, la sangre que se va a derramar, pom, pom, pom, notas sus latidos en las venas de las sienes, todo el cuerpo late con cada sístole y cada diástole, tiempo para sentir que estás sudando, no por el sol ni el trabajo, es un sudor incontrolado de piel pálida y fría que te hace perder la serenidad que buscabas, un sudor que huele a podrido terminal de fin del viaje que te ha conducido hasta aquí, sólo hasta aquí, porque el mismo dedo, es decir, el índice por cuya mediación murieron tus muertos, aquellos que nada tienen que ver con la arista de metal que muerde tu cuero cabelludo aunque sí con el equilibrio que cierra los círculos: ese índice del hombre de uniforme recorre ya los tres centímetros escasos que separan la vida de la muerte a lo largo de un infinitesimal momento en el que recuerdas las manos de tu madre acariciándote la cabeza, protegiéndote de la oscuridad y de los monstruos, sus cálidas manos que no pueden protegerte de estos que te acosan jalando para atrás de la pestaña de metal del gatillo hasta llegar a un punto en que se tensa ligerísimamente antes de soltar el trallazoquesellevatuvida.
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