(JCR)
Tarde de ayer (8 de febrero) en casa de unos compañeros de trabajo en Libreville para ver la final de la Copa África entre Costa de Marfil y Ghana. Me invitó Boris, un costamarfileño, pero sospeché que acabaríamos sentándonos en el salón de su vecina ghaneana, la cual es la que nos da el cheque al final de mes, con lo cual no conviene ponerse a malas con ella. Llegué a la casa temblando y preocupado, tras haber comprado una banderita de Costa de Marfil en la calle, pero sin haber podido conseguir la de Ghana. Cuando me abrieron, Joyce, la anfitriona me echó la bronca, como me esperaba: “Así que estás con mis rivales, ¿eh?” A final de este mes sabré si mis explicaciones sirvieron de algo.
Nos juntamos siete personas: cinco de Costa de Marfil, la anfitriona ghaneana y un servidor, que en vano intentó poner un poco de paz en el caldeado ambiente. Entre medias bromas sobre el papel de nuestras oficina de la ONU de “prevención de conflictos” y mediación, propuse que para promover la paz y contentar a todos el árbitro podría, por ejemplo, declarar ganador a uno de los dos equipos y la federación entregar el trofeo al otro. Al final, tras un agónico partido en el que el marcador se quedó en empate a cero al final de la prórroga, los penaltis dieron la victoria a Costa de Marfil. Joyce, a pesar de todo, nos sirvió una cena con salsas picantonas de África del Oeste que junto con las cervezas contribuyeron a crear un ambiente de entendimiento deportivo.
Al acabar la Copa África de 2015 y hacer balance de este acontecimiento deportivo que se celebra cada dos años hay que recordar que desde el inicio hubo una fuerte polémica a causa del miedo al contagio de ébola. Marruecos, que era el país que iba a albergar el evento, dijo en noviembre que si no se retrasaba su celebración varios meses renunciaba a organizarlo. A última hora, Guinea Ecuatorial se ofreció para hacerlo en su lugar, y lo han hecho sacando enormes cantidades de dinero de donde no tenían, porque con la caída de los precios del petróleo hay multitud de proyectos de obras públicas que se han ido a pique. Tras haber cerrado los estadios, dentro de muy pocas semanas, los ecuatoguineanos se darán cuenta de cómo su gobierno empezará a usar la tijera en gastos sociales y los funcionarios seguirán con retrasos importantes en el cobro de sus salarios.
Pero quizás lo más preocupante de este campeonato ha sido la violencia. El incidente más conocido ocurrió el pasado 5 de febrero cuando Ghana jugó contra el equipo anfitrión y, tras meterle dos goles, empezaron a llover sobre el terreno de juego botes, botellas y toda clase objetos contundentes, y la policía tuvo que intervenir durante algo más de media hora hasta que consiguieron restablecer el orden. Hubo 36 heridos. El comité de disciplina de la Federación Africana de Fútbol ha sancionado a Guinea Ecuatorial con una multa de 100.000 dólares. Pocos días antes, tras el partido en el que Congo Brazzaville quedó eliminado, numerosos jóvenes se echaron a las calles de la capital y ventilaron su enojo atacando comercios, coches, e incluso alguna oficina gubernamental. En Libreville, donde vivo, el día en que Gabón quedó eliminado de la Copa África un grupo de frustrados hinchas que salían de un bar de ver perder a su equipo se encontraron con varios cameruneses que empezaron a burlarse de ellos y lo que parecía ir en broma acabó con cinco heridos de cierta consideración en el hospital.
El peor incidente ocurrió en las calles de la capital de Túnez, cuando tras ser eliminado el equipo magrebí por Guinea Ecuatorial, hubo multitudes que recorrieron las calles tunecinas buscando a subsaharianos para molerlos a palos. Con incidentes así empiezo a arrepentirme de todas la veces que he proclamado, de forma bastante ingenua, que el deporte contribuye al entendimiento y la unión entre los pueblos. Y es que, desgraciadamente, no todos los hinchas africanos, europeos o de cualquier otro continente, son como mis amigos Boris y Joyce.