La gente chocaba entre sí tratando de abandonar el salón del banquete. No les importaba a quién se llevaban por delante o de quién era la mano que acababan de pisar, huían y lo único que contaba era encontrar la salida. Diana era la única persona que seguía sentada, no en su sitio ya que ahora estaba en la mesa de los novios, pero sentada y tranquila. No tenía miedo, ¿de qué?, pero sí que le rugían las tripas por el hambre. Recorrió con la mirada la hilera de platos que tenía enfrente y se centró en el magret de pato. Se sirvió una generosa ración y regó la carne con una densa salsa de frambuesas, el estómago le daba saltos y su boca ya preparaba la saliva necesaria para degustar el plato.
Mientras comía, la sala se vació del todo. Se respiraba paz y Diana estaba feliz como no lo había estado desde… no se acordaba desde cuando. La verdad es que cuando Mario la dejó por su nueva novia, se había hundido en la miseria y no había sido capaz de levantar cabeza. Habían pasado juntos los últimos siete años, haciendo planes y pensando en el futuro, no entendía qué había visto en esa otra fulana para echarlo todo por tierra. Diana sonrió al pensar en Laura y sus grandes tetas, seguro que era eso lo que había llamado su atención.
Diana rebañó la salsa del plato hasta que quedó como recién salido del lavavajillas. Se había quedado totalmente satisfecha, lo único que echaba de menos era fumarse un cigarrillo. ¿Y si…? Total, no había nadie, no le iban a decir nada. Sacó un paquete de tabaco y se llevó un cigarro a la boca, dudó una vez más y se decidió a encenderlo. ¡Qué bien se sentía!
Los últimos meses de dolor e inseguridad parecían muy lejanos en ese momento. En esa mesa estaba en paz, feliz y satisfecha, estados de ánimo que había perdido cuando le llegó la invitación a la boda de Mario. Se había llegado a autolesionar en el arrebato de rabia que le entró y que sufrieron tanto familiares como muebles. ¿Por qué la invitaba? ¿Quería terminar de destruirla, de romperle el alma? Pues Diana no pensaba quedarse en casa y darles ese gusto a los recién prometidos. Había decidido acudir y demostrarle a Mario que había nacido una nueva Diana que era capaz de poner orden en su vida.
El cigarro se consumió mientras Diana rememoraba esos días difíciles que la habían llevado a ese momento. Sí, había merecido la pena. Apagó la colilla en la salsa de frambuesa y se limpió la comisura de los labios con una elegante servilleta de tela, acto seguido, se levantó y, tratando de no pisar la sangre, sorteó los cuerpos sin vida de Mario y su esposa Laura. Se detuvo un momento a mirarlos, ambos tenían los ojos todavía abiertos por la sorpresa y sendos agujeros de bala en la cabeza. Sí, pensó Diana, lo cierto es que hacían buena pareja.