La confianza en uno mismo es, como todo elemento de la naturaleza, buena en su justa medida y peligrosa en dosis elevadas. Por suerte, y por desgracia, este bien escaso corre rampante por mi árbol genealógico. En mi familia la confianza en uno mismo viene en su versión dominante, en homocigosis y con doble tirabuzón. Ya lo decían mis primas cuando aseveraban con vehemencia que andan demasiado erguidas para caer bien. No se equivocaban. Ellas son dignas herederas de los andares que hicieron famosas a mi madre y sus hermanas en la plaza de Easo.
Lo mío, sin ser tan obvio, es más un venirme muy arriba en según qué circunstancias. Ya sea con razón. O no. Que se lo digan a cierta señorita de profesión gogó que vio su performance arruinada al encontrarse su jaula ocupada en un conocido local de la capital. Dentro nos hallábamos mi amiga la de Cádiz y yo dando un bochornoso espectáculo de lo que nosotras entendíamos se debe hacer dentro de una jaula suspendida sobre miles de cabecitas a las cinco de la mañana. Que la noche acabara conmigo dando voces de loca muy loca en una comisaría era solo cuestión de tiempo. Corramos un tupido velo.
No les extrañará entonces que, aunque yo me confiese enemiga acérrima de los disfraces, las comparsas y cualquier evento relacionado con la chirigota, me apuntara alegremente a dejarme gran parte de mi dignidad en un flash mob de medio pelo. Han leído bien: Flash Mob. En mi defensa diré que la idea no fue mía sino de una amiga a quién la cercanía del la cuarentena le está sentando regular tirando a mal. Hazlo por las niñas, me dijo traicionera y antes de colgar añadió muy rápido: y ponte el dirndl.
El dirndl es ese vestido bávaro tan mono que hace seis kilos que no me pongo. Ante la mirada atónita y avergonzada del padre tigre, estirando el corsé mucho más de la cuenta, conseguí embutirme en él ayer de buena mañana y lanzarme al campo con lo peorcito de la sociedad muniquesa. Este era un flash mob a la bávara: con la vaca, el lodazal y la cerveza.
Puntuales como si nos persiguiera la menopausia, nos personamos en el descampado a las nueve y media de la mañana. No estaba yo muy al corriente de que estas cosas se ensayan. Ocupé mi lugar en cuarta fila con más sueño que otra cosa pero, en cuanto escuché los primeros compases de la canción maldita, algo me poseyó que acabó con los pocos reparos que me quedaban. Con determinación y muchos codos conseguí abrirme paso hasta la primera fila y allí me vine arriba, muy arriba. Tan arriba que me veía yo más resultona que la quinceañera que lucía escote y rodilla a mi vera. Tan arriba que me animé a darle un toque latino a la coreografía y a cada vuelta me lanzaba en un remix de soleares y einprosits nunca visto por estos lares. Ni por ningún otro posiblemente.
Tan arriba me vine que me pareció incluso que uno de los veinteañeros del infame grupo musical me guiñaba un ojo. Convencida estaba de que el director iba a solicitar mi ascenso a chica del coro en cualquier momento para darle un toque de clase y solera a tanta mujer de vida alegre como allí se congregaba.
Gracias al cielo no hay testimonio gráfico de los ensayos y una micción detrás de un arbusto fue suficiente para devolverme el decoro necesario para evitar una catástrofe social de mayores proporciones.
Llegada la hora de la verdad, lo di todo, no lo voy a negar. Canté, bailé y aplaudí como la que más. Las niñas me miraban obnubiladas pues no están acostumbradas a este grado de desmelene en la sargento de su madre. A lo tonto pasamos un día de lo más apañado inaugurando la temporada de biergartens con el primer sol de la temporada que bien merecía una ovación.
La providencia es sabia y ha sabido ahorrarme un gran bochorno al limitar mi aparición en el vídeo oficial a la coronilla y un digno barrido de espalda. Aquí les dejo el link: yo estuve allí.
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