A continuación un regalo de navidad/fin de año, un cuento que el Turco Asís (de quien ya hemos posteado acerca de su literatura) que entregó a los suscriptores de su sitio web (jorgeasisdigital.com) en 2006. Es una historia fugaz de dos tipos "en saldo", en la Buenos Aires de fin de año. Muy buena. En realidad no se por qué no lo posteé el año que me lo mandó el amigo Gabriel de la Pata Maldita, ahora busqué el mail en el que estaba y decía la siguiente exageración:
"¿Que haces Fede? No se por donde andarás... en España o paseando porEuropa ? (como decia Sarmiento). Te mando este cuento que recibi del turco Asis, creo que te gustará, tiene tu estilo. Un abrazo y felicidades!Gabriel"
Que lo disfruten y felices fiestas. (Los problemas de editing se deben a que fue copiado de un mail y lo tuve que reeditar).
Flor negra de terciopelo. Un Cuento de navidad. Por Jorge Asis.
Publicado el viernes 22 de diciembre de 2006 a las19:49. Regalo a los suscriptores, con los mejores vaticinios para el 2007.
Los próximos amantes se relacionaron, en principio, a través de los ojos. Frecuentaban calles similares, del devaluado centro. En la zona precipitada, escasamente poética, de Tribunales. Desde las mesas de algún bar que podía ser, por ejemplo, el Petit Colón. Nunca se saludaban. Tampoco encontraban razones para mirarse de frente. Pero se sabían. Formaban parte del paisaje natural del otro. Por Tucumán, entre Paraná y Montevideo, Guillermo De Marco mantenía su impersonal despacho de abogado. En un cuarto piso, de solemnes techos altos. Cierta tarde coincidieron en la mesa de saldos de la Librería Libertador, por Corrientes. Estuvieron a menos de un metro de distancia. Si daban un paso más, hubieran podido rozarse con los codos, cuando revisaban las ofertas de Editorial Sudamericana. O se encontraban por Talcahuano. Entre Viamonte y Tucumán, frente a la plaza. Cerca del laboratorio de análisis clínicos, donde trabajaba Marina. En el tercer piso de un destartalado edificio de inspiración parisina, datado en 1923. Ninguno reparaba en la existencia del otro, pero se controlaban a la distancia. Sobre todo las compañías. Con códigos tácitos, se custodiaban sin mirarse. Dos extraños habituados a la comodidad de la indiferencia. A partir de inexplicables sutilezas, parecían sospechar, secretamente, que, si se acercaban, podrían construir una relación adulta. Inteligente, por interesante. Con placeres previsibles, como las complicidades. Pero mientras no se acercaran podían andar perpetuamente solos. Inadvertidos, los dos solitarios, entre el vértigo envolvente de Buenos Aires.
Venían mal, con afectos coyunturales. Sin embargo la soledad distaba de ser un atributo dramático. Solos, por convicción. Otoñales comunes. Arrastraban experiencias módicas, con torbellinos que no sorprendían. Por su cama respectiva, ejercitaban regularmente el deporte higiénico del amor. Se introducían en historias triangulares. Diferentes deterioros, sin exigencias, pero tampoco ambiciones. Una tarde de inicios de diciembre, se encontraron fuera del circuito habitual. En el Patio Bullrich. La casualidad volvía a juntarlos, en el local de “Ile de France”. Planta intermedia. Por iniciativa de Guillermo, se atrevieron a la aventura del diálogo. Flotaba la densa espesura del sábado a las cinco de la tarde. Se perfilaba, en las caras, el alivio cargoso del week-end. Marina buscaba una flor, de terciopelo, negra. Pretendía, de conseguirla, estrenarla esa noche, con un vestido negro que imaginaba imponente. En una fiesta a la que iba a asistir sola. Guillermo buscaba un foulard, para regalar a su secretaria.
Marina Carrasco había aprendido demasiado tarde a disfrutar de la libertad. Divorciada de un honesto infeliz, desde hacía una década. Tenía un hijo, Pablo, de precipitados diecinueve años. Se le había ido a vivir con Fabiana, de veintiuno. Los mocosos convivían en el rectángulo de un ambiente. Un sexto piso que tenía la ventaja de disponer de una ventana para suicidarse. Daba hacia los semáforos de Las Heras y Sánchez de Bustamante. Sentía que, con la partida de Pablo, por una parte se había liberado. Pero también la tomaba como una segunda separación. Como si Pablito fuera el segundo honesto infeliz que la abandonaba. De todos modos, debía aceptar que el hijo había crecido. Lo suficiente para dejar de necesitarla. Doblemente abandonada, Marina conquistaba, a los cuarenta y dos años, su definitiva libertad. En adelante podía partir de fin de semana con quien se le antojara. Hacia Punta del Este. Podía no volver a dormir al departamento de Cerviño sin que nadie se inquietara por su ausencia. Así fuera una noche de martes de invierno. O podía quedarse en la cama, sola, durante la tarde entera de un domingo reparador. O junto a otro cuerpo servicial, en condiciones de uso. O ansiosamente sola, sin esperar ningún llamado. Ociosamente desnuda y masturbándose, con lentitud, ante el televisor.
Diciembre avanzaba con indeseable precipitación. La irrupción del festejo navideño la angustiaba por anticipado. Fiestas ideales para que pasaran con celeridad. Confirmó la angustia cuando Pablo le dijo, por teléfono, que pasaría la navidad en Mar del Plata. Con Fabiana, y amigos. El muchacho se limitaba a informarle.
- Me das una excelente noticia –mintió Marina. Marina armó, mentalmente, un programa ficcional para la noche del 24. Celebración fastuosa, estupenda cena. Mesas con candelabros en el restaurante del Hyatt. Posterior baile, algarabía lícita en los salones del hotel. Champagne hasta la madrugada, amigos encantadores que se ocuparían de ella. Mentía para no producir el menor brote de misericordia en el semejante. Por conductas defensivas, mentía hasta a los compañeros del laboratorio. Mentía inútilmente porque a nadie le interesaba con quién iba a pasar la navidad una solitaria sin conflictos visibles. Entonces participaría de una cena, con pavo trufado, champagne de la y baile magistralmente enaltecedor. Hasta caerse de cansancio, tal vez de deseo. En su imaginación desbordante, Marina caería entre los brazos de un amante a estrenar. Entre los brazos del desconocido de ternura infinita, que la arrastraba fervorosamente hacia la cama. Con una incierta energía de burbujas, excitantes con sólo imaginarla.
A las siete de la tarde del domingo 24 de diciembre del 2006 Marina se encerró en su departamento de Cerviño y República de la India. A las nueve y media de la noche se comió un cuarto de pollo recalentado con microondas. Bebió dos copas de vino rojo, de la Finca Flichman. A las once y cinco arrojó los restos del pollo en el recipiente para la basura. Abrió la heladera y recurrió a la porción de torta de chocolate. Se sirvió la tercera copa y se acostó a las doce menos cuarto. Aturdía la irrupción de la medianoche, aunque pasó literalmente inadvertida. Se rendía, somnolienta por el vino, acariciándose suavemente su clítoris. Contemplaba en el televisor una película de Duilio Marzio. Un Marzio en blanco y negro, que competía, por Lolita Torres, con Luis Dávila.
A punto de dormirse con el televisor encendido. Dos dedos sobre su clítoris y Luis Dávila en sus oídos. Paz interior, sin atisbos de sufrimiento. Diez minutos después de la medianoche, sonó el teléfono. Se sintió turbada, hasta dudar. Pensó en atender. Aunque, en honor a sus mentiras, no debía levantar el aparato. Una prisionera del programa inventado. Los que podían llamarla sabían que estaba divirtiéndose, a los saltos, en el Hyatt. El respondedor automático se encargaría. Era Guillermo.
- Buena navidad, Marina. Espero que estés pasándola mejor que yo.Marina buscaba la flor negra, de terciopelo. Con la plena naturalidad de una dama de compras. Guillermo hurgaba entre los foulards. La sorprendió por primera vez. La consultó a propósito del que debía regalarle a su secretaria. No hacía falta, pero confidenció que era el aniversario de la única mujer que manejaba su vida.
- Es alta mi secretaria, como usted, aunque con muchos más años. Los tenían estampados de colores veraniegos.- ¿Cuáles de estos trapos preferiría usted?- Ninguno – Marina, en voz muy baja. Con cierto pudor por la cercanía de la vendedora, ocupada como para desinteresarse de otro diálogo.- Jamás me pondría uno así. Aunque me lo regalara mi jefe.- Yo también sospecho que estos , no son para ella –dijo Guillermo-. Pero carecía de coraje moral para asumirlo. Indudablemente, tenemos los mismos gustos. Frecuentamos los mismos lugares, podremos ser grandes amigos. Mi nombre es Guillermo, me encantaría continuar con las coincidencias estéticas y terrenales. De ser posible con un café.
Ella tampoco había tenido suerte con la flor de terciopelo negra que buscaba. Y vivía con permanentes deseos de tomar un café. El tipo tenía el aspecto del sobrio cincuentón, sin mantenimiento. Marina no aceptó la idea del café. Pero le dejó su teléfono.
Transparencia compleja. Grandilocuente, con la sincera frontalidad que desubicaba. A Guillermo le encantaba hablar sin respiro. Marina también era conversadora. Su locuacidad podía convertirse en un defecto. Los hombres, de un tiempo a esa parte, hablaban lo menos posible. Solía comentarlo con sus amigas mal casadas. Querían ponerla de vez en cuando, con menor frecuencia e intensidad. La compartida locuacidad era la segunda coincidencia terrenal que mantenían. Pero Guillermo hablaba ostensiblemente porque se aventuraba en la tarea tensa de la seducción. El exacto período que ella debía aprovechar. Cuando podía comprobar que el otro tenía mucho para contarle. Le fascinaba que tratara de ponerse brillante y se esmerara en el discurso.
- Marina, espero que no seas de las solitarias porteñas que viven con un gato que no les hace caso– Guillermo, en el teléfono.- Mi compañía no la soporta ni siquiera un gato.- Vaya mujer tan interesante.- Acabo de liberarme de un hijo que pesaba más que un marido. Y algo menos que un gato.- Noto que sos la mujer ideal. Yo no estoy en condiciones morales de estar solo ni en el cuarto de baño. Mi segunda esposa me acaba de abandonar. Puedo asegurarte que abandonarme fue la mejor idea que se le ocurrió en nuestros doce años de convivencia. La soledad era necesaria en mi vida. Miraba con envidia a los solitarios que iban al café los domingos a la tarde. Ahora que estoy solo, no sé qué demonios hacer con el tiempo libre. Juro que me da vergüenza ser un solitario. A mi edad, 54, ya tendría que llevar a los nietos al salón de juegos. Sospecho que todos me miran cuando estoy solo. En otro rollo matrimonial no pienso meterme nunca más. La tercera coincidencia terrenal.
Comieron pocos días más tarde, en el clasicismo de Edelweiss. Guillermo contó que había salido de la ciudad. Triste estadía en San Martín de los Andes. La belleza del paisaje contrastaba con la intensidad del fastidioso aburrimiento. El propósitod el viaje consistió en visitar a sus dos hijos pequeños, de su segunda ex mujer. La atormentada Norah mantenía la asombrosa petulancia de suponerse rica y demostrarlo. Gracias a una clínica de Mina Clavero ella aún tenía los cables de la cabeza medianamente reestructurados.
Marina sospechaba que Guillermo era un casado poco original. Con adicción a las situaciones mixtas. De los aventureros usuales que mantenían clausurada a la esposa en las afueras de la ciudad. Amantes aceptablemente cotizados. Los que disfrutan de la libertad de movimientos penetracionales, durante la semana. Pero no había que tomarlos en serio porque se convertían en señores inhallables a partir del jueves por la noche. Hasta pasado el mediodía del lunes, no reportaban. Pronto se hicieron las doce de la noche y había que partir. La noche caliente incitaba a refugiarse en el ambiente climatizado del departamento de Marina. Tenía deseos de abrazarse a otro cuerpo. Inconfesables ganas de ser acariciada. Pero resistió la tentación de invitarlo a subir. Mentía con pudorosa dignidad. Si Guillermo, aún el tipo, estaba habituado a tomar el restaurante como una escala técnica, mero antecedente de la cama, con ella iba a equivocarse. El traslado mecánico no iba a funcionar. Aunque mantuviera tantas ganas de besar como él. Y posteriormente se definiera una estúpida. Sobre todo al intentar el desperdicio de dormirse con dos dedos sobre su clítoris.
Guillermo también había pasado solo la nochebuena. La atormentada Norah se había llevado a los dos hijos como rehenes. A un hotel de montaña, conformado por cabañas. Cercanías de Bariloche. Prefirió quedarse en Buenos Aires. No quería arriesgarse a la mínima posibilidad de reconciliación con Norah. Con la extorsión del ambiente navideño. Y el cariño de los hijos que preferían juntitos a papá y mamá.
Pudo encerrarse en el departamento, desde donde podía contemplar el río. No tenía comida, pero tampoco ningún deseo de comer. Desfilaron, en tiempo record, tres indispensables floreros de whisky Johnny Walker. Dormitaba, de a ratos, entre las páginas de una biografía sobre el Marisical Tito. Soñaba con los horribles reproches de Norah, que había estropeado su vida por él. Lo despertaron los eufóricos ruidos externos de las doce y diez. Marcó, instintivamente, el número de Marina. Para escuchar una voz agradable, aunque fuera grabada. Dejó su ilustrativo mensaje en el contestador. Recurrió de nuevo a su amigo Walker y volvió a dormirse. Hasta las once de la mañana del lunes 25.
Sin suerte, Guillermo y Marina se buscaron, por teléfono, el martes 26. Pudieron comunicarse, apenas, el jueves 28, y por la tarde. Almorzaron el viernes 29. A los apurones, en el clasicismo de Edelweiss. Se encontraron el sábado 30. En el Happeningde Puerto Madero, Guillermo no tuvo el menor reparo en contarle, con su estilo despojado, que había pasado su noche buena con el Mariscal Tito. Y con su gran amigo Walker.
Más astuta, Marina ocultó la realidad del pollo calentado en microondas. Con las tres copas de su amigo Flichman. Sin mayores detalles, contó que la había pasado maravillosamente. Entre amigos. De haber sabido que estaba solo, lo hubiera incorporado a la algarabía.
Marina comprendía que esa noche le iba a resultar difícil resistirse a la próxima invitación que se imponía.
Medio despierto, Guillermo dejó Cerviño a las siete de la mañana.
La noche del 31, Guillermo no estaba dispuesto a quedarse solo otra vez. Como la del 24. Prefería pasarlo con ella. De todas formas, Marina continuaba con su escenografía de mujer comprometida. Planificaba repetir su festejo de bajísimo voltaje, con otro lastimoso pollo recalentado en el microondas y el televisor recursivo. Sin siquiera la voz de Luis Dávila, para estimular retazos de melancolía. Pero le dijo que trataría de cancelar su programa. Aparte, Pablito le había telefoneado desde Mar del Plata. Para informarle que pensaba quedarse hasta el 3 de enero. Deseaba un feliz final del año. Corazón sensible.
Guillermo representaba la única alternativa. Tampoco debía mostrarse como una mujer en estado de disponibilidad. Pero temía que, por hacerse la solicitada, el pájaro armara su propio programa con otra desesperada similar. Florecían, las solitarias, a diario.
De manera que Marina no toleró sus reglas del juego y lo llamó al celular a las diez de la mañana. Quedó en pasarla a buscar, como correspondía, a las diez. Acordaron que el programa de la noche quedaba librado a la imaginación del caballero.
El Jardín Botánico, a eso de las diez, exhibía la magnífica opulencia de su soledad. Estacionó el Laguna. Caminó unos metros y tocó el timbre de Cerviño. El cuarto A. Las diez y cinco. Fue innecesario que subiera porque Marina lo esperaba, preparada para salir hacia el ascensor. Desde las nueve que estaba lista. Inconteniblemente ansiosa por encontrarlo. Temía que, a último momento, a Guillermo le ocurriera un imprevisto. Y tuviera que irse, por los hijos, a cualquier parte.
Cuando le interesaba demostrarlo, Marina se volvía infinitamente bella. Entera, hembra, con aquel vestido negro y largo. Escotado e imponente. Pensaba estrenarlo con aquella flor inhallable de terciopelo. Más liviano y práctico, Guillermo tenía una camisa blanca. Tres botones de arriba sin abrochar. Mantenía el aspecto de cuidadosa informalidad. El Laguna buscó Libertador. La música de Buena Vista Social Club. Al detenerse por un semáforo, antes de doblar por Coronel Díaz, acomodó, como si le perteneciera, una mano en la rodilla cubierta de Marina.
A las diez y veinte llegaron al departamento de Guillermo. Un decimoquinto piso. Ella se sorprendió porque en el lugar no había nadie más. Ningún amigo. Desconfiaba de las selectivas habilidades como programador del anfitrión. De pronto descubrió que había una mesa impecablemente puesta, para dos personas. En el centro de la mesa, al costado de un candelabro de plata, lucía, altivo y asado, un pavo frío. Contenía, seguramente, trufas.
Primera copa de champagne. Brindaron por el año, pasablemente venturoso, que se avecinaba. Guillermo buscó una bolsa de boutique. Contenía una pequeña caja, colorida y ampulosa. Demasiada solemnidad para Marina. Los nervios inoportunos, la indeseable ansiedad que continuamente la invadía, la incitaban a cometer torpezas fáciles. Sobre todo al abrir un regalo. Destruyó, inclusive, el papel brillante y dorado. Simultáneamente reía, su respiración era agitada. Consistía, el regalo, en una flor de terciopelo. Una rosa negra.
Venía sensibilizada, a los tropiezos amargos, en baja. Deteriorada en relaciones triangulares. En medio de polvos precipitados, sistemáticamente ocultos. Tomó entonces otro trago de champagne. Hurgó en su cartera y le entregó a Guillermo un par de gemelos de plata. Volvieron a besarse.- Llegué a la peligrosa conclusión que te necesito. Lamento informártelo. Si no estás de acuerdo, si te parece una mala idea, es sólo mi problema. Marina, la conversadora, se quedaba de repente sin palabras. Simultáneas ganas de llorar y de abrazarlo. Tomaba champagne. A punto de capitular y confesarle que precisamente era ella quien lo necesitaba. Que se encontraba sin fe. Sin embargo sabía, la astuta, que era perjudicial mostrar las cartas del juego. Debía siempre mentir, por las dudas. Con su digno beneplácito, era suficiente. Guillermo no tenía que saber que se sentía afectivamente en liquidación.
¿Para qué sincerarse, Marina? No debía defraudarlo. Para Guillermo, debía ser la mujer ofensivamente libre, convocada siempre por amigos innumerables y divertida hasta la exasperación. Podía echarlo todo a perder si se sinceraba. Sobre todo cuando, al iniciar la tercera copa de champagne, con rigurosa lentitud, Guillermo comenzó, de nuevo, ab esarla. Y Marina, activa, respondió intensamente. No se trataba de caricias furtivas. Los besos representaban la palpitante antesala del amor carnal. Tenía las intenciones de hacerle el amor antes de la medianoche, con un argumento esotérico. En ningún momento Marina iba a considerar la idea de oponerse. Debían aguardar el año con la protección simbólica del amor.
Faltaban veinte minutos para terminar el 2006. Había que terminarlo con la intensa plenitud del polvo. De pronto recibían, entre los gemidos, los ecos eufóricos de los festejos de tanta gente normal. La que recibía el año como correspondía, en la formalidad de una mesa.- Feliz año, Marina – Guillermo, bien cargado, dentro de ella. Sin ninguna intención de retirarse nunca de su cuerpo.- En adelante todo será mejor.- Feliz año, Guillermo. Sin despegarse, Guillermo buscó la copa de champagne. La había dejado en la mesita de luz. Se las arreglaron para beber, de la misma copa. Un trago cada uno. Algunas gotas de champagne se deslizaron sobre los senos de Marina. Ocurrió otro beso dilatado, con otro abrazo que contuvo orgasmos en repetición de Marina. Los amantes continuaron con el polvo inolvidable. Con la certeza de saber que los esperaba, como si fuera un premio, más allá, en el comedor, la mesa íntima con el pavo asado. Frío, con trufas.
Primera versión, París, 1993. Última, Buenos Aires, diciembre del 2006. Blog del autor del libro de cuentos "Historias fugaces de hombres y mujeres".