Flores.
Corrían malos tiempos y eso se notaba en el barrio. Por eso, llamémosla S., se sorprendió al ver, desde la puerta de casa, una furgoneta de reparto de flores. La sorpresa aumentó al ver que se detenía en su jardín y que un solícito repartidor se acercaba a ella con un enorme ramo de rosas. Aún con la boca abierta, S. cogió el ramo y vio como el chico se alejaba hasta montar en su furgoneta y marcharse. Ella sabía lo que significaba aquello. Sabía perfectamente de quién eran esas flores. Dejó caer el ramo al suelo y se quedó absolutamente petrificada, sin reacción posible.
Fuego.
Corrían malos tiempos y eso se notaba en las recaudaciones. El bar cada vez daba menos dinero pero sus compromisos seguían llevándose una cantidad fija. Entendamos que compromisos es un eufemismo. La palabra exacta sería extorsionadores. Ellos no entendían de crisis, ni de números rojos y el aún dueño del bar, llamémosle J., todavía tenía fresca la paliza que se llevó hacía ya tres años por intentar renegociar la deuda.
Flores.
S., tras salir de su estupor, se agachó para recoger por fin el ramo que previamente había dejado caer. Miró a su alrededor con expresión confundida, buscando una cara familiar, una en concreto, una que no había visto en los últimos doce años. Era evidente que no la encontraría. Dando media vuelta entró en casa y tras dejar el ramo en la mesa, rompió a llorar.
Fuego.
J. procedía a su ritual de cada noche. Con el bar cerrado colocaba todas las sillas encima de las mesas, ponía cualquier disco de jazz de algún negro muerto y barría cuidadosamente el suelo. Amaba ese bar. En la semioscuridad él sólo era una sombra. Así le gustaba moverse. Era, sin duda, el momento más tranquilo del día y desde luego aquella noche en concreto se encontraba más tranquilo de lo que lo había estado en meses. El bienestar de la determinación tomada.
Flores.
Tras templar su estado de ánimo, S., se animó por fin a abrir la tarjeta que venía con las flores. Era a todas luces inutil porque sabía lo que encontraría. Efectivamente, la letra de la tarjeta era de su padre.
Fuego.
Tras terminar de recoger, J. se encendió un cigarro, que fumó lentamente, apoyado en el dintel de la puerta de la cocina, escuchando agonizar a una trompeta y un saxo.
Flores.
“Nunca te regalé flores. Ya sabes el motivo. La flores son la representación mas bella de la vida. Sólo te las regalaré una vez; cuando llegue el final de la mía.” Mil veces había escuchado S., de boca de su padre esos versos y ahora los tenía delante de sus narices. Doce años. Un mundo. Ella era una cría pues apenas tenía quince cuando hubieron de separarse. Siempre se preguntó por qué. En qué estaba metido. Nunca lo supo. Nunca se lo aclaró nadie. Simplemente desapareció. Siempre había estado sola desde entonces pero ahora el frío la invadía el corazón de una manera sobrecogedora.
Fuego.
J. apagó el cigarrillo en un cenicero pulcramente. No soportaba la suciedad ni el desorden. Se palpó la camisa buscando el paquete de tabaco y cuando lo encontró sacó otro cigarro que se llevó traquilamente a la boca para posteriormente encenderlo con un mechero. Acto seguido, con toda la tranquilidad del mundo, se dirigió hacia la puerta de salida. En un lateral había una garrafa de gasolina que J. cogió y fue esparciendo tranquilamente por el bar. Después suspiró, se sentó en un taburete y tiró el cigarro encendido al suelo.
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