Y sin pensarlo más me entregué al mar, me dejé mecer flotando hasta no percibir mi cuerpo. Fui perdiendo la noción del tiempo y del espacio en un proceso lento y placentero. Suspendido en el agua tranquila mi actividad mental se fue ralentizando, mis pensamientos fluían lentamente y lo exterior a mí me era ajeno, por encima el cielo infinito y el sol, por debajo un metro de agua o diez... daba igual. De vez en cuando abría una rendija los ojos y veía pasar las nubes que me ofrecían todo tipo de figuras efímeras. En el silencio profundo y sordo oía claramente mis latidos y allá a lo lejos el rumor de las olas al romper suavemente en la orilla. Y todo me parecía más claro, más puro y más sencillo, había esperado setenta años para vivir ese momento. Al incorporarme y abrir los ojos a mi otra realidad el único pensamiento claro que recuerdo fue el de que tenía que contar esa experiencia.
Texto: Javier Velasco Eguizábal