La última obra de Dave Cooper llega a España con retraso. Iba a decir “como ya es habitual”, pero la verdad es que este esquizofrénico mercado nuestro ha conseguido que perdamos la capacidad de sorpresa y que las obras aparezcan por estos lares sin un calendario mínimamente descifrable. Obras a priori interesantísimas, duermen el sueño de los inéditos por tiempo indefinido, mientras que otras que parecían condenadas al olvido aparecen con tal rapidez que a poco aparecen antes de que el autor las termine. Pero al menos llega, aunque en este caso casi, casi como cruel esquela de la carrera comiquera de Cooper, que decidió tras esta obra dejar los difíciles esfuerzos del noveno arte para dedicarse en cuerpo y alma a la ilustración. Una verdadera lástima: las ilustraciones de Cooper son extraordinarias, una extraña mezcla barroca y recargada de curvas orgánicas llenas de volúmenes y de ingenuidad malsana que hacen a uno imaginar una especie de Frankenstein formado con Botero y Disney formado en la escuela nocturna de Crumb; pero sus tebeos son todavía más inquietantes y destacables. Demuestran en lo gráfico esa formación crumbiana, pero también una malsana imaginación desbordada que crea enfermizas versiones de Coconino County. Obras siempre atractivas entre las que destaca especialmente Flujo, que llega ahora a las librerías. Es tentador, supongo, resumir la obra de Cooper copn el manido “crónica de una perversión”, pero sólo se demostraría que la imaginación, más que dispararse con las cosas del sexo, se repite cosa mala, y que hay lectores que a la primera muestra de tetamen, pierden el oremus. No, Flujo es otra cosa: a primera vista, una especie de porno glamouroso de Andrew Blake, de esos de ninfas de infinitas piernas con pequeñas insinuaciones sadomasoquistas, pero pasado por el tamiz de la realidad más mundana. Cambiando los pechos diseñados a golpe de Autocad por la ubre voluminosa y caída, la cintura de avispa por el Michelín currado a golpe de chopped y el chorreo de vaselina en la lente del objetivo por sudores malolientes u otras secreciones de las que es mejor no hablar.
Pero rascando un poco esa morbosa superficie, este relato de la atracción del ilustrador Martin por su inusual modelo Tina es un minucioso y detallado análisis de ese extraño proceso por el cual la mente humana es capaz de convertir lo más inesperado en obsesión enfermiza. De cómo el mundo pierde su sentido y lo que era, posiblemente, simple soledad, se transmuta en aislamiento total que sólo deja espacio para el objeto de obsesión. Pero, también, es una aproximación a los mecanismos ignotos que mueven la atracción humana, que huyen de los cánones que marcan los medios o el arte para encontrar su propio camino. La belleza idealizada mostrada en su carnosa voluptuosidad pierde su glamour y se transforma en un puro ejercicio de exhibicionismo visceral (sirva com ejemplo la excesiva -e inspirada en Boucq, si se me permite- portada), no hay fronteras entre lo grotesco y lo hermoso, no existe un criterio objetivo que dé un aprobado a la atracción, ni tan siquiera el consenso de un canon socialmente aprobado se corresponde con la realidad de aquello que perturba en la intimidad. Tras Escombros y Succión, Cooper cierra una extraña y atípica trilogía que nace de la fantasía para ir acercándose a una realidad que, paradójicamente, parece más ajena que nunca, entroncando con esas visiones supuestamente deformadas de la realidad que firman autos como Cronenberg, Ballard o Witkin. O, quizás, más exactas e inquietantes que ninguna… (4)