Revista Cine
Fogo (Ídem, Canadá-México, 20129, tercer largometraje de Yulene Olaizola, fue exhibida en Cannes 2012 en La Quincena de los Realizadores, en donde pasó sin pena ni gloria -no ganó ningún premio y fue calificada con un promedio de 6.21 por 12 críticos participantes en el invaluable ejercicio organizado por los colegas de Otros Cines. Tengo la impresión -acaso injusta: no vi la competencia restante de La Quincena de los Realizadores- que Olaizola merecía, aunque sea, alguna mención. En Fogo Olaizola sigue jugando con las formas, saltando entre el documental y la ficción. Su opera prima, la más convencional -y más lograda- Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo (2008), está claramente de lado del documental; su siguiente película, Paraísos Artificiales (2011), nos ofrece una historia ficticia con una actriz profesional, todo ello inserto en una geografía real -Las Tuxtlas, Veracruz- en la que viven personas de carne y hueso. El experimento de esta ficción "documentalizada" -permítanme la etiqueta- no me convenció mucho pero creo entender el objetivo de la cineasta: como ya lo mencioné arriba, ir saltando entre los límites del documental y la ficción, un juego tan antiquísimo como el cine mismo (cf. Robert Flaherty). Fogo es, en dirección contraria a Paraísos Artificiales, un documental "ficcionalizado": estamos en una remota y semiabandonada isla canadiense llamada precisamente Fogo -ubicada al norte de Terranova, Canadá-en la que seguimos a un puñado de personas que viven ahí. Si nos limitamos solamente a lo que vemos en pantalla -en la realidad, por lo que he leído, la situación es diferente-, pareciera que Fogo es algún islote con unas cuantas casitas en las que viven unos cuantos hombres y mujeres maduros o, de plano, ancianos. Aparentemente, ya casi nadie queda viviendo ahí: un anciano lloroso, "Little" Joe, le dice a un vecino más joven, Norm, que él no se puede ír. Norm, por cierto, tampoco se va, pero su amigo Ron sí quiere dejar la isla: no quiere ver morir a su mamá, confiesa. A través de la espléndida cámara de Diego García somos testigos de las pláticas, los llantos, los cantos y las borracheras -"Buena hasta la última gota, como la vida misma", le dice Ron a Norm cuando le da el último trago a la última botella que están compartiendo- que suceden en los interiores de las frágiles casuchas de Fogo, mientras que los exteriores se nos muestran implacables: un escenario frío e intimidante, casi postapocalíptico, en el cual vemos a Norm, por ejemplo, tirar un árbol para hacerlo leña, o en el que seguimos a Norm y Rom caminando sin rumbo fijo con sus dos perrazos entre la nieve, el lodo, el aire, la lluvia... No se ve nada alrededor, no se ve vida, no se ve sol, no se ve esperanza, cual escenario de alguna película de zombies. Olaizola logra transmitir en esos justos 60 minutos de duración de la cinta -más tiempo evidentemente hubiera sido un exceso- una escueta pero absorbente crónica de la terca sobrevivencia, el terco arraigo de un puñado de seres humanos que quieren vivir así porque, acaso, sólo así se sienten vivos.