P asan primaveras y estíos y consumos navideños. Mi jefe desoye el rechinar de los años y se esquila a una motarraca y ella se encabrita y él se pega una hostia de reglamento. Una mano helada lo propulsa hacia atrás y el casco le salva los sesos, pero la pelvis se le hace fosfatina y astillas. La operación lo conmina a designar un sustituto para el correo y los papelucos. Es costumbre, desde la fundación del hospital, circa 1929, que asuma esa tarea delegada el médico más antiguo, o sea yo. Sin embargo, el genio que vino de Sitges vocifera que él no lo acepta, "porque el más antiguo puede ser el más tonto".
¿Cree el amable lector que debí tomármelo como algo personal? Puede que sí, pero no. Me limité a poner mi acreditada careta de preservativo guasón. Y el jefe se arrancó con una petenera revolucionaria: elegir al sustituto por sorteo, sacando una papeleta con el nombre del agraciado. Quien me siga sospechará lo que hice. ¡Correcto! Me negué a echar mi papeleta y la tómbola-charada, claro, no me tocó. Alguno dirá que me lo invento, que no es verosímil tanta bobada. Vale, pero haré algo por su salud mental: no contar el muy chusco desenlace del aquelarre.
La descacharrante paradoja es que en 1993, cuando yo traspasé aquellas puertas, éramos una Sección de Medicina Interna. (Sí, sí, mi jefe no lo era de Servicio, sino de Sección.) Años después, cuando nos convirtieron en Servicio, a él lo promocionó un tribunal del que yo formaba parte. Sí, sí, estaba yo, porque era preceptivo que lo integrara el médico más antiguo. Jajaja. Cosas veredes. Yo valía para promocionarlo a él, pero no valía para sustituirlo temporalmente. Jajaja. Tendría yo que rezar para que saliera mi papeleta. Jajaja. ¡Las sales, por favor, que me da algo! Mi jefe, el mismo que hacía llorar al que no se sabía las porfirias, el que machacó sin compasión a alguno de mis predecesores, se plegaba a que un sorteo le tomase sus decisiones. Jajaja. ¡La bacinilla, rápido, que me churro!
Lo cual que pasa su convalecencia y retorna y yo sigo con mis cosucas, enseñando a sus estudiantes (ni los recibía) y a los residentes (los confundía), entre otros asuntillos que iban surgiendo, porque siempre hay un tonto para un descosido. No obstante, mentiría si dijera que me encontraba a disgusto. ¡Hombre! De vez en cuando había que hinchar las venas del pescuezo, pero en conjunto la nave iba, como diría Fellini. No hay como no esperar nada para que nadie te decepcione, pero dejo esto para futuras entregas.
Acabo hoy con lo que puso a mi jefe en la galería de mis maestros. No lo fue en la extensión y profundidad de Pepe Berciano (neurólogo), ni tampoco en la luminosa estela de Alberto Zubizarreta (hematólogo), pero no hay que aburrir al lector. Diré solo que agradezco el magisterio de mi jefe en dos facetas, dos, que parecen pocas, pero han sido cruciales en mi vida profesional.
Una, el fomento explícito de las áreas funcionales en Oncología, para que cada tumor se enfoque de la mejor manera posible, con la máxima autonomía intelectual posible. Otra, la idea esencial de que la industria farmacéutica es una aliada estratégica del buen oncólogo: quiere sacar su pasta, naturalmente, pero nos proporciona los recursos sin los cuales la profesión deviene inútil.
Lo jubilaron, al pobre, después de resistirse numantinamente a toda forma de sucesión ordenada, como si la cosa no fuera con él, como si él careciese de elementos de juicio y tuviera que abdicar en otros más sabios y más enérgicos. Se cayó de maduro, como la fruta, sin rechistar, eludiendo la penosa carga de abrir la boca en el momento oportuno, no sé si por vejera o porque vinieron tiempos duros, al instalarse en la "Dirección" una patulea mendaz y repulsiva que se pasó por el forro de los huevos toda formalidad y cortesía. Lo jubilaron, al pobre, sin más honor que lo que un servidor escribió para su cena de despedida, y mantengo que fue mi maestro, pero ese el es tiempo verbal apropiado: el pretérito indefinido.