D iversos afanes y prisas tenían acogotada esta mi historia laboral, que se reanuda por respeto a los seguidores y al propio autor. Refresco, pues, los hechos lamentables de 3 períodos necrológicos, digo cronológicos: 1) Diciembre 2012 a Junio 2013: puteo/choteo de la llamada "dirección"; 2) Junio 2013 a Junio 2014: choteo/mangoneo de una "jefa", presunta y cómplice; y 3) Junio 2014 a Julio 2015... Éste, el último, requiere más finura.
De entrada, en él me anega las glándulas una profundísima decepción con la indescriptible pasividad de mis "compañeros" frente a las vergonzosas artimañas de las alimañas. (Los Quilapayún lo expresaron por mí: si contemplan la pampa y sus rincones, verán las sequedades del silencio, etc.) Pasa un año y no pasa nada, o sea que a nadie -en superficie- parece importarle nada, mientras las ratas jumijumen en sus galerías.
De final, la "dirección" se vanagloria de convocar una nueva jefatura y saca en prensa mi nombre como uno de los candidatos. Nasti del frasqui. Declino participar en semejante farsa, ni siquiera echo las consabidas fotocopias compulsadas. ¿Motivos? Desgrano los menos aburridos.
La misma "dirección", el mismo conciliábulo que impuso con nocturnidad y alevosía a una propia de infausto devenir. Los mismos cuates, exactamente los mismos gaznápiros, sin mediar disculpa ni razón, se aprestan a "liderar la revolución" con escrupulosa legalidad, dicen. No entienden, los despechugados, que se pierde la confianza, delicada ella, y hasta más ver. Pues bien, habiendo gente p'a tó, gente plegadiza a toda componenda, yo me niego a entrar en una timba manoseada -¡hace falta valor!- por esa peña de acreditada mendacidad.
Durante sus más hondos puyazos, solo dos jefes de servicio me expresaron apoyo explícito e inquebrantable. Dos. Los demás oscilaron entre el enarcado de cejas, la afectuosa distancia, la palmadita risueña, el silbido exento y la dulce reprimenda, porque "así es la vida" y no conviene "significarse". Para mis adentros, yo cantaba los versos de Quilapayún contra Pinochet: 'Qué dirá el Santo Padre / que vive en Roma / Que le están degollando / a su paloma'. Si acceder al sanedrín de los jefes exige acallar la conciencia, con gusto me quedo en la plebe. Por otra parte, ya he visto en qué desembocan las jefaturas vitalicias: en una atmósfera malsana, trufada de silencios y puñaladas traperas, que el jefe no siempre logra aplacar, si no es que la fomenta. (Esto lo ve un niño, por supuesto, pero se siguen convocando paripés que lo soslayan y resulta que no me da la gana alimentar esa pueril y vanidosa hoguera.)
Hay candidatos a jefe que se creen top-10 en todas las facetas. Se les identifica porque inician todos los párrafos con "yo" y los rematan con "porque lo digo yo". Suena gracioso, al principio, pero acaban como gremlins en contacto con el agua. Para no caer en esa tentación, digo que mi única habilidad de cierto brillo es la docencia, en la cual doy prioridad a 2 vectores: transgresión y dignidad.
Formé parte del tribunal que nombró a mi jefe de siempre -la errabunda no cuenta-, por ser el más antiguo de la plantilla. No había otros candidatos internos, así que me ahorré la penosa guindilla que no deseo embuchar a nadie. Los compis habrían de trabajar en lo sucesivo con el "agraciado" y a la vez con el "destartalado", y eso no hay cristiano, coronarias, ni cerebro que lo aguanten. Mejor currar en paz que en un corral de gallinas peleadas.
Allan Sillitoe, en 'La soledad del corredor de fondo', habla de un muchacho suburbial cuyos carceleros del reformatorio empujan a ganar una carrera institucional. Muy dotado para el cross (no como el antiguo Mariano Haro, que se afeitaba con cortasetos y siempre perdía contra espigados sajones), el chico se aproxima destacado a la meta y entonces se frena ostensiblemente y pierde con fría deliberación. Pues igual: ya basta.
Hay quien sacrifica la dignidad a la conveniencia. Hay quien tiene que ser jefe, como Destino Telúrico para Combatir con Fuerza al Acérrimo Enemigo. Tanta mayúscula aconseja ayuda psiquiátrica. Un mediocre como yo puede vivir tan ricamente sin ser jefe, estudiando alemán, por ejemplo, o acaso llevando a los nietos de rabas. Lo que no hago, salvo que me pegue una embolia, es tragarme la ley del silencio, que se ha ensayado en Sicilia con pésimos efectos.
Imaginen mi renovada entrevista con la gentuza de la "dirección"; los mismos, exactamente los mismos pájaros que me putearon casi 3 años. Imaginen las frases pronunciadas (y, entre paréntesis, los verdaderos comentarios):
- Buenos días, Dr. López Vega. (Menudo hijoputa que estás hecho.)
- Buenos son, señor director. (¿Pero dónde vas con esa cara de cerdo sarnoso?)
- Exponga, por favor, su plan sobre atención continuada. (Para lo que te va a servir...)
- Ahí va, con la oportuna memoria económica. (Te la echaría por encima, en forma de plomo candente.)
- ¿Cómo controlará usted las salidas a congresos? (Donde te tocas los huevos y te corrompen las farmacéuticas.)
- Desempeñan un papel relevante en la formación continuada. (Lo que tu cerebro corchoide obviamente no entiende.)
Y toda esa pamema grotesca, ¿para qué? Soportar ese guiñol indecoroso y siniestro, ¿con qué premio? Arrastrarse como una culebra mierdosa, chapotear en ese limo asqueroso, ¿para ser jefe? Por favor.