Revista Cultura y Ocio

Fondo y forma: dos modos de la posteridad flaubertiana

Publicado el 23 febrero 2010 por Avellanal

Remarca Vargas Llosa el surgimiento de una extrañísima contraposición en torno a Flaubert. Nadie temería equivocarse al señalar que dos de los mayores desvelos que aquejaban al francés eran: a) la reivindicación de todo aquello que no era necesariamente sublime ni atroz; b) el cuidado obsesivo de la forma. Tanto en Madame Bovary como en obras venideras, estos aspectos adquieren a las claras un carácter indisociable. Sin embargo, y aunque apreciado en perspectiva histórica hasta parezca un disparate (de ningún modo lo es), quienes se consideraban los discípulos de Flaubert, desmembrarían esas preocupaciones y, de un lado y del otro, las llevarían al límite de convertirlas en incompatibles. Dicho de otro modo, los escritores que veían un faro de Alejandría en el autor de La educación sentimental, a su vez se enemistarían entre sí, dando origen a una combativa descendencia flaubertiana que libraría duras batallas –desde posiciones irreconciliables– con el fin de conferirse el justo título de herederos únicos de Gustave Flaubert.

A diferencia de lo que sucedía en novelas emblemáticas del romanticismo, como Nuestra Señora de París, en la que el tándem Esmeralda-Quasimodo se posicionaba como la acabada representación de valores extremos y antagónicos (belleza y fealdad), Flaubert comprendió que debía retratar –quizá después de aquella reveladora lectura a sus amigos Du Camp y Bouilhet– un aspecto intermedio de la vida que no subiese hasta los dominios de lo excelso ni se precipitase a los abismos de la monstruosidad. La cotidianeidad está compuesta por un porcentaje abrumador de seres que no encajan en los arquetipos de la novela romántica, seres que crecen, se desarrollan y mueren envueltos en una escala de grises, con leves matices compensatorios, pero que de ningún modo alcanzan la extraordinaria polaridad de monstruos y héroes. La experiencia humana se ve legítimamente representada cuando nada es tan revulsivo ni tan sublime.  En ese sentido, Madame Bovary es una novela que describe (como pocas) la existencia chata y mediocre de unas personas sin mayores cualidades descomunales; se trata de un universo construido a base de menudencias, miserias, dobleces y sueños vulgares.

Vargas Llosa no duda en señalar que la inauguración de la novela contemporánea atribuida a la obra más famosa de Flaubert está dada en gran medida por esta conversión de lo anodino y plomizo en la materia central de lo novelesco. La mediocridad instituyente es entendida como una curva progresiva que desplaza, no de un plumazo, pero sí a través de un anegamiento sistemático, a los ya inconcebibles héroes del pasado, quitándoles todo ápice de grandeza,  reduciéndolos, hasta convertirlos en los frágiles hombrecillos de Kafka. Un cultor de la épica como Borges, había expresado en una conferencia durante 1967: Uno siente casi la tentación de considerar la novela como una degeneración de la épica, a pesar de autores como Joseph Conrad o Herman Melville. (…) La diferencia radica en el hecho de que lo importante para la épica es el héroe: un hombre que es un modelo para todos los hombres. Mientras que la esencia de la mayoría de las novelas radica en el fracaso de un hombre, en la degeneración del personaje.

Al entender que era necesario construir una narrativa basada en la “normalidad”, Flaubert se halló ante la ardua misión de volver bello lo que a priori aparecía en las antípodas de la hermosura, en el seno de lo antiartístico. Y entonces se valió de la forma, percibiendo –lo que hoy en día nos resulta una obviedad– que ningún tema es bueno o malo en sí mismo, sino que todo depende en última instancia del tratamiento que se le confiera. Así lo explica Vargas Llosa: Se trata de lograr esta simbiosis: dar vida, mediante un arte depurado y exquisito (“aristocrático” decía Flaubert), a la vulgaridad, a las experiencias más compartidas de los hombres. Elevando la prosa narrativa, a través del escrupuloso dominio de la forma, hasta una categoría artística anteriormente inalcanzable,  Flaubert consiguió un milagro: que la vulgaridad propia de Emma Bovary se rozara con la épica de la que nos hablaba Borges, con las historias de Troya, de Ulises o de Jesús y su magnificencia inherente.

Y así llegamos, otra vez, a la paradoja inicial: la absorbente pasión estética desarrollada con métodos en extremo precisos, que valoramos en Madame Bovary, fue objeto de admiración por parte de excelsos escritores, como Henry James, que, sin embargo, olvidaban o negaban el aspecto de la existencia grisácea y ordinaria incorporada como eje temático a la novela. En consecuencia, declaraban a Flaubert como su máxima referencia por motivos exactamente opuestos a los de Zola, Daudet, Maupassant y otros autores naturalistas. ¿No decía Borges acaso que cada escritor crea  a su imagen y semejanza a sus propios precursores?


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