Pedro Paricio Aucejo
Escribir bien no se improvisa. Requiere de un complejo entramado de actividades intelectuales, entre las que la lectura destaca como uno de sus pilares fundamentales. El vínculo entre escritura y lectura ha sido puesto de relieve por multitud de prestigiosos literatos. En algún caso, como el de Mario Vargas Llosa (1936), esta trabazón ha sido remarcada tan favorablemente para la lectura que si escribir es, para el Nobel peruano, una experiencia plena y vertiginosa que ha dado razón de su vida, aprender a leer es la cosa más importante que le ha pasado en ella.
Este nexo se cumple también en el caso de Santa Teresa de Jesús, que ni surgió espontáneamente como escritora, ni supone una excepción en aquella dialéctica entre escritura y lectura. Aunque es sabido que escribió porque se lo mandaron sus confesores, la monja abulense no se hizo escritora de la noche a la mañana. Tal situación no hubiese sido posible –según el profesor Díez de Revenga (1946)¹– si sus consejeros no hubieren advertido en ella determinada inclinación a las letras. Sabían de las cualidades de lectora que poseyó desde pequeña, conocían su habilidad literaria y tenían garantías de que sus escritos podrían leerse sin peligro y ser modélicos en su género.
En el hogar de su infancia, Teresa leyó vidas de santos y libros de caballerías, de los que, por su mucha afición, conserva modos, hipérboles y comparaciones en algunas de sus expresiones escritas. Ya de joven, la lectura espiritual fue uno de sus auxilios habituales, figurando entre sus escritos preferidos los de San Jerónimo, Francisco de Osuna, San Agustín, Bernardino de Laredo, Kempis…, que Teresa analizaba selectivamente, en función de sus intereses, reteniendo –como señala el carmelita Emilio Martínez²– solo aquello que consideraba relevante para su camino espiritual. Ahora bien, aunque ella no pretendía conservar en su memoria el desarrollo doctrinal de una obra ni la evolución espiritual de un autor, aquellas lecturas influyeron en el contenido e incluso en el planteamiento simbólico de sus escritos.
Esta afición lectora duró hasta 1559, cuando quedaron prohibidos numerosos volúmenes de devoción escritos en lengua romance. Pero ella misma reconoce que, en esa fecha –en que ya escribía sus propias obras–, se sentía muy formada y poca falta le hacían aquellos libros, pues se le abrió el horizonte de un conocimiento nuevo y más profundo: ´Me dijo el Señor: No tengas pena, que yo te daré libro vivo… Después lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en que pensar y recogerme en lo que veía presente y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de libros… Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades´.
Según argumenta el P. Martínez González³, esta experiencia de contacto con la Verdad que es Cristo –más que la simple obediencia a sus confesores– lanzó a Teresa a la aventura de convertirse en escritora. Como tal, propondrá su historia personal para que otros puedan tener una guía en su vida interior. Llevará al lector hasta donde ella misma ha llegado con el fin de ´engolosinar las almas de un bien tan alto´ como es la misericordia del Señor. Para conseguir este propósito, Teresa emplea un tono coloquial, en el que muestra el encuentro personal con su interlocutor divino, de forma que Este aparezca ante los ojos del lector y penetre en su vida.
Pero el logro de tal objetivo no resultó fácil. Ella misma reconoció la dificultad del empeño, por lo que recurrió frecuentemente al uso de comparaciones para hacer accesible ´este lenguaje de espíritu´. Incluso en ocasiones tuvo la impresión de que sería mejor no decir nada. Sin embargo, tres factores le ayudaron a superar su desaliento ante la inefabilidad de la experiencia mística: la irrefrenable necesidad de comunicar su encuentro con la belleza de Dios, el amor a cuantos tienen sed de ella y la petición de ayuda al Señor, con la que obtuvo la seguridad y la satisfacción de haberse dado a entender.
En definitiva, frente al tópico de que nuestra mística universal escribía de forma intuitiva, por inspiración personal y al margen de toda tradición literaria, cabe afirmar (según lo sostenido en su día por Víctor García de la Concha en El arte literario de Santa Teresa) que, en su forja como escritora, intervinieron básicamente su avidez lectora –en especial, la centrada en tratados espirituales–, el aprendizaje directo a través de la predicación y el asesoramiento de acreditados consejeros eclesiásticos (Alcántara, Báñez, Borja, Gracián, Juan de la Cruz…) que dejaron una profunda impronta en su espíritu y en su faceta como escritora, al aportar fuentes de inspiración y sabios consejos para sus propios textos.
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¹DÍEZ DE REVENGA, Francisco Javier, “Teresa de Jesús: la formación de la escritora”, en Carthaginensia, Revista de estudios e investigación (vol. XXXI), Instituto Teológico de Murcia, 2015, pp. 197-214.
²MARTÍNEZ GONZÁLEZ, Emilio J., “La Mística hecha palabra. Santa Teresa de Jesús, escritora”, Guion del documental del mismo título, Orden de Carmelitas Descalzos, Comisión internacional del V Centenario del nacimiento de Santa Teresa.
³Op. cit.
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