Como en la mayoría de las ciudades, en la mía existe una especie de paseo que todo el mundo considera como “el centro”. Ya no lo es.
Lo era, efectivamente, a principios del siglo pasado, y toda la actividad confluía entonces en sus porches: bancos, bufetes profesionales, oficinas, correos y telégrafos, farmacias, consultorios médicos, etc. Ahora todo esto se ha ido desplazando a otros lugares, y la gran mayoría de sus habitantes se han ido masivamente a los nuevos barrios periféricos, que, éstos sí, son exactamente iguales que los barrios periféricos de todas las ciudades españolas.
Esta tarde paseaba por ahí con cierta relajación y, de pronto, se ha producido el milagro de la revelación de las cosas obvias y sencillas. Se me ha aparecido así, como quien no quiere la cosa, la condición humana, con sus miserias, virtudes, peculiaridades y contradicciones.
En la puerta de unos grandes almacenes –efectivamente, esos grandes almacenes que estás pensando-, una chica cantaba el Ave María, de Tomás Luis de Vitoria. Por sus rasgos parecía venida de alguno de los países del antiguo telón de acero. Le acompañaban cinco músicos más, a modo de pequeña orquesta de cámara. Ni las condiciones acústicas ni el lugar eran los idóneos, pero lo cierto es que estos artistas callejeros intentaban esmerarse y habían conseguido reunir a un numeroso grupo de personas que escuchaban con suma atención las modulaciones de esa voz inesperada y su acompañamiento instrumental.
Yo me he detenido también, y, durante los tres minutos escasos que ha durado el acto de comunicación artístico, mi cabeza no dejaba de observar las reacciones que esta situación provocaba en mis congéneres.
En primer lugar, esa reacción descrita, educada, sensible, civilizada. Personas que escuchaban atentamente y que habían distraído unos instantes a sus obligaciones, a sus citas de negocios, a sus reuniones personales, etc, para deleitarse con una voz cultivada por el adiestramiento, que ejecutaba razonablemente bien un tema musical muy complejo. Para ellos, el ruido de los coches y la incomodidad de estar forzosamente de pie, no parecían representar impedimento grave para valorar por unos instantes el probable resultado de toda una vida estudiando y perfeccionando unas actitudes que en esa chica se manifestarían seguramente de muy niña, en un país cuyas condiciones materiales han provocado su emigración.
En segundo lugar, estaban los que hubieran querido detenerse pero no podían. Incluso los que no querían hacerlo, porque sencillamente la música clásica les es indiferente, pero que procuraban discretamente no alterar el placer ajeno. Estos segundos pasaban por el lugar como de puntillas, evitando hacer ruido y provocar molestias, como no queriendo deshacerles a los demás un momento de encanto, del que ellos no querían, no sabían o no podían participar. Su actitud me parecía todavía más correcta, si cabe.
En tercer lugar, estaban los que pasaban haciendo ruido, despreciando lo que ocurría, incluso mofándose ostensiblemente de nuestro respeto y nuestra concentración. Estos últimos no sólo parecían insensibles a la música, sino desconocedores de cualquier norma de convivencia.
Sé que simplifico, pero he pensado que el mundo, tal vez, se divide en estos tipos de seres humanos.
Sea como fuere, espero no tener que depender jamás en ningún sentido, ni tener relación alguna, con ningún ejemplar del tercer grupo.