Revista Filosofía
Es muy hermoso el modo como los hermanos Grimm descubren el elemento erótico que anida en cualquier relación humana, no contagiada por la envidia y el odio. Sus madrastras y brujas están, todas ellas, faltas de algo tan básico que tiene el ser humano como es la capacidad de amar y ser amado. Sin esa cualidad el corazón comienza a agriarse y aparece el elemento tanático, destructor, disgregador. Sin embargo, y he aquí el mensaje de los ilustradores hermanos, el eros no conoce antítesis. El eros, que es deseo, es indestructible, no alcanzable por las fuerzas de los elementos o del infortunio. Verdad es que el mal puede destruir lo perecedero, pero nada puede hacer ante lo que es inmortal. ¿Cómo podrían las fuerzas circunscritas al aquí y al ahora destruir lo intemporal? ¿Cómo podrían los elementos acabar con lo indivisible? De hecho, el influjo del maligno acaba con los cuerpos de princesas, reinas y reinos, pero no con sus vidas, ni su ánima, ni el eros que sigue intocado y siempre reconocible. El mundo de las almas, que son amistad y amor, parecen decirnos los hermanos Grimm, se encuentra situado fuera de los límites del mal, en la «fortaleza situada más allá del tiempo y fuera de él». En ella hay seguridad en todos los casos, también, y precisamente, cuando se rompen las cadenas del tiempo.