Cuento. Segunda y última parte
Mientras la mujer hablaba yo ya había dejado de fingir que leía. El libro estaba sobre mi regazo, abierto porque mi mano lo sujetaba, pero olvidado. La mujer prosiguió:—Cuando después del entierro volvimos a casa de mi hija, yo fui a la habitación de la niña. Necesitaba estar allí, con sus cosas; ver y tocar lo que ella había visto y tocado todos los días. Me senté en su camita, acaricié su manta y lloré abrazada a su camisón. Sentía que esas cosas estaban impregnadas de ella, de su esencia. Yo nunca había pensado en lo importantes que pueden ser los objetos personales de las personas amadas, pero algo me llevaba a ellos; algo me decía que en ellos permanecía, de alguna manera, el espíritu de mi nieta.
Todos los ocupantes del compartimento estábamos en silencio, y casi inmóviles. El hombre de la gorra ya no sonreía, y el hombre de la pipa ya no fumaba. Toda nuestra atención estaba en el rostro y las palabras de aquella mujer que nos revelaba la verdad de su corazón.—Entonces —continuó—, levanté la cara y, entre mis lágrimas, vi la muñeca de trapo que yo misma le regalé cuando cumplió un año y que siempre fue su juguete favorito. Siempre tenía la muñeca consigo, incluso dormía con ella. Si algún objeto estaba impregnado del espíritu de mi nieta, sería esa muñeca.
»Y ahora estoy segura de eso —añadió—, porque al mirar la muñeca yo veía a mi nieta. La veía, créanme, estaba allí, en los ojos de aquella muñeca a la que tanto quiso.
Y a continuación, la mujer relató que cogió la muñeca y la estrechó contra sí, igual que tantas veces había estrechado a su nieta. Y que fue un gran consuelo, porque no sólo sintió que de algún modo estaba abrazando a la niña, sino porque tuvo una sensación muy clara, muy real, de que la muñeca le devolvía el abrazo. Entonces, la mujer y su marido se miraron, se cogieron de las manos, y no dijeron nada más. —Mi querida señora —dijo entonces el hombre de la pipa—, permítame decirle en primer lugar que lamento su pérdida en lo más profundo de mi corazón. Y ahora añadiré que lo que cuenta usted no me sorprende. Me maravilla, porque es algo maravilloso sin duda; pero no me sorprende, porque he oído a otras personas relatar experiencias semejantes.—Pero ¿no será que las personas que pasan por un trance tan doloroso quieren creer en la presencia de las personas perdidas? El hombre de la gorra escocesa expresó esta opinión con un tono de respeto, y me pareció que su escepticismo previo se había convertido en prudencia. Y añadió:—Quizá, en su dolor, imaginan que realmente ocurre lo que desearían que ocurriera. Como dicen los sabios, fortis imaginatio generat casum.
En ese momento, para mi propia sorpresa, intervine yo misma en la conversación:—Si me permiten, señores, yo también creo que los objetos guardan en sí el espíritu o el alma de las personas que los amaron. Quizá sea, como dice este caballero, que una fuerte imaginación genera el hecho mismo; quizá el intenso deseo de recuperar a un ser querido tras su muerte, nos hace sentir que en verdad su alma permanece a nuestro lado. Podría ser eso, pero yo no lo creo. No creo que ese estado de extrema sensibilidad nos haga imaginar la presencia de quien se fue, sino al contrario: que esa sensibilidad excepcional es precisamente lo que se necesita para poder percibir la presencia del ser querido. Normalmente no somos conscientes de esa vida que hay en los objetos porque nuestra sensibilidad está adormecida, y ésta sólo adquiere el nivel de percepción suficiente cuando el dolor de una muerte la despierta.Faltaba poco para que el tren llegase a su destino. La conversación fue perdiendo intensidad a medida que nos acercábamos a Oxford, y cuando el tren se detuvo en la estación ya hacía rato que estábamos en silencio.Nos despedimos unos de otros casi en silencio también, como si no quisiéramos interrumpir el curso de nuestros pensamientos.
Al bajar del tren el bullicio de la estación me hizo sonreir con cierta indulgencia, tal y como mis compañeros de la universidad sonreían ante mis comentarios. La mayoría de las personas se afana en sus ocupaciones mundanas sin llegar nunca a saber que la vida es mucho más que eso. Creen que lo visible y lo conocido es lo único que existe, y van de acá para allá, como hacendosas hormigas convencidas de que no hay más mundo que el que rodea su agujero.
Recorrí el andén en dirección a la salida. Llevaba mi bolso de viaje en la mano izquierda. La derecha la tenía en el bolsillo del abrigo, sujetando con fuerza el viejo reloj de leontina de mi abuelo.