Revista Libros
Pere Gimferrer.
Fortuny.
Prólogo de Octavio Paz.
Traducción de Basilio Losada.
BackList Contemporáneos. Barcelona, 2010.
"A quien realmente no le guste la literatura y vaya buscando un argumento no le agradará la novela de Pere Gimferrer; es barroca, espléndida, brillantísima", comentó en 1983 Francisco Ayala en la presentación de Fortuny, la novela de Pere Gimferrer que tiene como eje la figura del conocido pintor que vivió en un momento crucial para la literatura, el arte y la historia contemporánea de España y de Europa: la transición del XIX al XX, en la que la figura y la obra de Fortuny constituyen uno de los primeros síntomas de la modernidad europea.
Como “una suerte de álbum visual hecho de palabras” define Octavio Paz en su prólogo esta novela que acaba de reeditar Backlist. Escrita en catalán y traducida por Basilio Losada, Fortuny se suma desde el territorio de la narrativa a la que fue una práctica frecuente de la poesía modernista: la conexión entre literatura y pintura, que dio lugar a una inspiración mutua en la que la poesía habla de los cuadros y la pintura utiliza temas literarios.
Novela visual compuesta a base de escenas y de cuadros, en ella la pintura pesa tanto como la escenografía. Porque Fortuny es una novela de la mirada, una narración en la que la luz, el color, las formas y el movimiento son tan esenciales como en la pintura. Y ese enfoque está presente desde el primer capítulo, desde la mañana luminosa de un noviembre en que el pintor se autorretrata en la figura de un hombre con turbante blanco:
La cabellera larga y negra de la odalisca se esparce en el aire empalagoso y quieto. El cuerpo desnudo yace en una sábana blanca que cubre y sofoca un lienzo de un rojo exuberante y vívido. Muy arriba, muy por encima de la cabeza de la odalisca, hay un cortinaje de color verde oscuro. La odalisca ofrece el cuerpo, como ofrece, abierta, la palma de la mano. Un árabe con turbante está sentado a sus pies. La odalisca tiene el tobillo ceñido por una ajorca y mira hacia la altura, escrutando el vacío de la estancia inmóvil. El árabe, con la cabeza inclinada, hace sonar un instrumento de cuerda en la oscuridad parsimoniosa. Pese a la sombra del turbante, pese a los centelleos de la luz lechosa y lóbrega de la alcoba, parece que el espectador vea la cara del árabe. Si nos acercamos, es una cara vista de cerca que hace el efecto de una cara vista de lejos; pero, de lejos, sabemos que es sólo una idea de cara. El óleo del cuadro, un poco oscurecido sobre la sequedad del cartón, no tiene la nitidez resplandeciente y pegajosa del barniz fresco. Un cuadro es un espacio autónomo; pero este espacio autónomo vive también en otro espacio visible, en un lugar concreto.
Escrita con una sintaxis rápida, heredera de la frase impresionista de Azorín y paralela al trazo suelto y certero del pintor, por sus capítulos se suceden imágenes y personajes en los que confluyen un tiempo discontinuo y un espacio plural, el de Roma, París, Viena y sobre todo la Venecia de Fortuny, un símbolo de la Europa finisecular, la del último cuarto del XIX. Es la Venecia del Palacio Orfei y la Plaza de San Marcos, convertida en un escenario, en decorado de sí misma por el que se pasea Henry James en busca de los papeles de Aspern o Wagner mientras contempla en las aguas de la gran laguna los cabellos de las muchachas flor que pintó Fortuny.
Unidos por ese espacio común, a través de un tiempo discontinuo, son muchas las figuras que se cruzan y confunden en esta novela veneciana: Gabriele d’Annunzio y Proust, Caruso y Valentino, Chaplin y Orson Welles, Henry Miller y Georges Simenon en un presente constante que está fuera del tiempo.
Gimferrer mezcla épocas y disfraza a sus actores en este Fortuny que, como la pintura de Tiepolo, une pintura y teatro en una representación en la que la historia se convierte en ópera y laberinto, en escenografía o desfile de monstruos, el lector se transforma en espectador del teatro y la pintura, y no hay tiempo ni muerte en los tapices del palacio Orfei.
Santos Domínguez