Acabo de terminar un artículo sobre un viaje a Marsella que pronto se publicará. Quería acordarme de cosas incluso de las que no había visto por una necesidad de aprovechar el viaje, por una necesidad de crear recuerdos y sobre todo por una necesidad de no perderlos. Y últimamente por lo que leo, por lo que me cuentan, por mi esfuerzo, estoy recuperando algunos de esos recuerdos.
Tengo el recuerdo claro en dos ocasiones y eso no significa que no pasara más. Escribía en una libreta corriente, de tapa roja y dura con hojas cuadriculadas. En esa época eran así. Más tarde me hice de las de una línea y ahí sigo. Recuerdo esas dos ocasiones en que escribía enrabietada cuando algo quería cambiar, cuando había que dar un paso más allá del simple pensamiento y repetía, maquinalmente, con un bolígrafo, consignas. Me interpelaba. Recuerdo que me daba instrucciones, deseos en forma de mandatos. Y tenía que ver con el deseo de salir de donde estaba, de cambiar, de descubrirme otra distinta a la que estaba allí conmigo y que no se asomaba en el día a día. Tendré que ir a ver si todavía existen esas libretas que eran restos de las libretas del instituto que no llegaba a completar y ver qué es lo que escribí realmente. Estaba comenzando la salida. Justo este verano descubrí un escrito mío anterior, más narrado, más extenso, donde no hay interpelación, no hay llamada a la salida sino constatación de una derrota. Es, era, el paso inmediatamente anterior.
La constatación de la derrota de una adolescente.
Yo no recuerdo querer escribir, ni escribir siquiera, salvo esos pequeños arrebatos. Yo he sido, si es que lo soy, una escritora tardía, igual que fui una lectora tardía…incluso una portadora de sujetador tardía. Mis primeros escritos en un diario con hojas de color azul eran banales desencuentros con las amigas y algo que me importaba muchísimo: las veces que iba al baño a hacer pipí. Las contaba y las anotaba. Estoy cómoda con ser tardía. Más joven era un inconveniente, ahora es una ventaja. Siempre he intuido como tardía que soy, que mi madurez sentimental vendrá cuando tenga cincuenta y tantos años. Podéis pensar que es una excusa para no apostar ahora por las cosas o una justificación ante mis fracasos. Yo no lo veo así. Acumulo experiencias y esas experiencias no forman parte de un regodeo lastimoso del pasado o del presente. Estoy en un momento donde hago caso a Spinoza, ese enemigo de las pasiones, que preconizaba que más que reír o llorar es preferible comprender. Lo que no sé es cuánto durará este momento.
El año del pensamiento mágico. Joan Didion.
Estas palabras, las que más me emocionaron de este libro donde relata la muerte de su marido entremezclada con la de su hija, hablan de la escritura misma, de la escritura como fijación de la memoria, del recuerdo. No quiere olvidar a su marido al tiempo que no quiere asumir que ya no está con ella. Terminar el libro que escribe y nosotros leemos sería como asumir definitivamente la pérdida. Resistirse al olvido.Foto premonitoria: el marido e hija de Joan Didion se le adelantan.
En ciertos momentos de reflexión, de cierto bajón, mis mayores deseos eran y son vivir; que me sucedieran cosas. Claro está que cuando esos bajones se convertían en algo más serio, yo lo que verbalizaba era que quería no sentir, no sufrir, que todo fuera normal, ansiaba cierta monotonía. Esa dualidad está ahí. Decía arriba que había escrito sobre mi breve y tranquilo viaje a Marsella y me encuentro ahora por la noche leyendo Lugares que no quiero compartir con nadie de Elvira Lindo. Y le doy gracias por ubicarme en Nueva York. Quiero decir, en ubicarme en el recuerdo de cuando yo estuve en Nueva York en abril de 2008, concretamente en mis dos últimos día allí porque echo mano al diario de viaje y se corta abruptamente cuando faltan esos dos días. Elvira Lindo lanza un dato y yo capturo un recuerdo; la última mañana que yo estuve en Nueva York paseé por el Meat Packing District. E hizo mi mente un recorrido mental de imágenes y sensaciones que acaban en una foto en el aeropuerto sentada sobre una de mis piernas doblada con los dos brazos hacia afuera y una sonrisa de oreja a oreja. Y ahora sonrío también. Ya os decía que no hago “regodeo lastimoso del pasado o del presente”. El dato que daba Elvira es que allí estaba cambiando el barrio, pues ahora estaban abriendo tiendas de moda. Una de esas tiendas era la de Stella McCartney. Recuerdo que la persona con la que daba el paseo por ese barrio, inconscientes de que se me hacía tarde para coger la maleta e ir al aeropuerto porque ya volvía a Madrid, me dijo lo mismo: me señaló la tienda de Stella y me hizo esa misma observación del barrio. Y ahora me pregunto ¿cómo es que lo sabía? ¿Y cómo me llevaba tan seguro por las calles andando hasta el East Village donde estaba nuestro hostel si él no era de allí? ¿La educación práctica, humanista y amplia de un alemán comparada con la de una española tal vez? Me escudo en eso. También recuerdo pararnos en un parque por allí cerca y hablar de Fassbinder, tema que saqué yo porque él era alemán y a mí me encantaban y me encantan las películas de este director. No todo era tan sesudo. El momento parque fue para Fassbinder, pero el de la comida fue casi en silencio para hacer manitas debajo de la mesa. Sí, si me esfuerzo recuerdo cosas pero ¡quedan tantas cosas en el olvido!
“El día o la noche en que el olvido estalle salte en pedazos o crepitelos recuerdos atroces y los de maravillaquebrarán los barrotes de fuegoarrastrarán por fin la verdad por el mundoy esa verdad será que no hay olvido”
Ese gran simulacro. Mario Benedetti.
La clave es el viaje. Ahora que viajo poco me doy cuenta de cómo quiero viajar, de que necesito implicarme, fijar recuerdos vitales después de que hayan pasado por la emoción. Ahora creo que la parte “quiero que me pasen cosas” pasa por el espacio, por mi movilidad externa más que interna. Y eso es un cambio muy positivo créanme. Porque comprendo qué es lo que quiero y estoy en calma. Al menos durante un momento. Lo que no sé es cuánto durará este momento.