“Aquella incómoda mañana Cibeles apenas podía ver. La niebla lo cubría casi todo dejándola abandonada en su bastión. Sin embargo cuando empezó a esclarecer allí reconoció de reojo a sus dos inseparables guardianes. De nuevo se habían presentado, tan puntuales como siempre, a su ineludible cita…”
Muchas veces he dicho que apoyarse en una las fachadas que dan a la Gran Vía y quedarse mirando, con paciencia, el extenso lienzo que se agita ante nuestros ojos es uno de los espectáculos gratuitos más interesantes de cuantos nos ofrece Madrid. Por lo que veo, mi teoría, aunque con alguna variedad, no es nada novedosa.
Al juzgar por la foto que os traigo hoy, parece que ya en 1944 había personas que pensaban que invertir su tiempo libre en contemplar Madrid era una sabia elección. Pese a ello hay que reconocer que el ritmo de la película que ellos observaban era mucho menor al actual. (Me pregunto qué dirían si los dispusiéramos en la actualidad en ese mismo punto).
Ante nosotros se destapa una sutil estampa, la de dos hombres de los que apenas acertamos a ver sus cabezas con boinas mientras se preparan, para disfrutar plácidamente, de una jornada de contemplación. Por delante una sesión tranquila de reflexiones y miradas al infinito sobre una ciudad que se intuye tras la bruma, con ciertos tintes fantasmagóricos.
Da la sensación de que las ansias de estos dos hombres por no perder detalle de lo que ocurre les hizo acudir tan pronto a su cita con Madrid que incluso llegaron cuando ésta aún no estaba preparada para el encuentro. Como esos exploradores que bajan a la playa a primerísima hora para clavar su sombrilla y marcar sus territorios, estos dos individuos colocaron sus tronos a escasos centímetros del abismo que los lanzaba a la carretera y allí, sin preocupaciones ni incordios, quedaron dispuestos para el desfile. “Todo listo para que comience la función”, debieron de pensar satisfechos y orondos. Cibeles, una vez más, ya no estaba sola.
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Fotos antiguas: Verano en la Casa de Campo