Hoy nos toca emprender una caminata siempre agradable, el Paseo del Prado un refugio para el caminante más sibarita y amante de las artes. Pero no lo haremos por su aspecto habitual, atiborrado de taxis y turistas. En esta ocasión andaremos bajo el sol de 1890, el que iluminaba de color ese Madrid que nosotros hemos heredado en blanco y negro, una ciudad que hoy nos parece que vivía casi dormida.
El Museo del Prado a finales del Siglo XIX ya era una institución de prestigio y bien valorada. Muy lejos quedaba ya su discreta inauguración de 1819 cuando abrió como "Museo Real de Pinturas" gracias al esfuerzo y tesón de Isabel de Braganza, la segunda esposa de Fernando VII. Aún así, más distancia mental quedaba todavía para las colas de gente y la proyección internacional que hoy esta pinacoteca ha alcanzado y que seguramente, si hubiésemos aventurado a los parroquianos que aparecen en la fotografía, nos hubiesen tomado por locos.
Impacta ver un lugar que siempre apreciamos con tantísima gente y abarrotado en esta pose tan tranquila y apagada. Apenas un hombre con la cabeza agachada se cruza en su trayectoria con un par de mujeres. No intercambian ni mirada ni palabras. Siguen a lo suyo sin prestarse atención, ni entre ellos ni al fotógrafo que los inmortalizo en aquel 1890. A pocos metros, un niño casi imperceptible y en cuclillas mira con detenimiento el monumento a Daóiz y Velarde, ese que tantas vueltas ha dado por la capital y que por aquel entonces experimentaba una de las épocas más tranquilas de su vida.
La fachada principal del Museo del Prado hoy explota en colores y en gentío, es difícil visitarla sin demasiados decibelios de fondo una sensación de calma que casi podemos palpar en esta hermosa foto de nuestro Madrid antiguo. La calma que precede a casi toda tempestad.