Apasionante retrato de la erótica del poder. En 1790 profesor en un seminario, en 1792 saqueador de iglesias, en 1793 comunista, cinco años después multimillonario y otros diez años después Duque de Otranto. En todas las salsas, siempre la main dans la pâte: Revolución (Convención), Directorio, Consulado, Imperio y Monarquía. Siempre por encima de sus oponentes: Robespierre, Napoleon o Talleyrand.
Diplomático, artista de manos ágiles, palabras vacías y fríos nervios. Hombre poderoso, singular, encontró poco amor entre sus contemporáneos y aún menos justicia en la posteridad. Maestro del saber callar, de la ocultación y de la observación de las almas. Resistencia contra el lujo y el boato, capacidad para saber ocultar la vida privada y los sentimientos personales. Nunca titular visible del poder y, sin embargo, tenerlo por completo. Tirar de todos los hilos sin pasar jamás por responsable. Rostro feo y repelente, voz quebradiza. Donde es más fuerte es en su escritorio, en la sombra. Espiar. Audaz valor y absoluta falta de carácter e imperturbable falta de convicciones. Demoníaco, maquiavélico, acrobático. Intrigante y conspirador nato.
Traidor, miserable, puro reptil, tránsfuga profesional. Siempre se deja abierta la retirada. Sólo conoce un partido al que es y será fiel hasta el final: el más fuerte, el de la mayoría. Un botón de muestra: cuando Napoleón hace matar al Duque de Enghien, Fouché comenta: “fue más que un crimen, fue un error”.
El personaje más interesante de su siglo desde el punto de vista psicológico. Gran inteligencia y gran capacidad de trabajo. Desfachatez: nunca abandona traidoramente de forma lenta y cautelosa. Se marcha en línea recta, a plena luz del día, sonriendo fríamente.
Una época interesantísima y un personaje único.