Moriría esa noche. Y él lo sabía.
Aquella mansa quietud no duraría mucho. Las guerras, como los mentirosos, jamás sacaban provecho del silencio. Los combates empezarían de nuevo; sin remisión. Y serían los últimos.
No vería el nuevo amanecer.
Era una noche plácida, la primera desde el comienzo del asedio que concedía un respiro a los samurai del castillo. La luna, casi en plenitud, se mostraba con timidez sobre las tejas oscuras, y su reflejo, acompañado por las llamas vacilantes de los faroles, apenas llenaba las sombras. El agua del arroyo, modelado durante años por los artesanos, susurraba con el tono justo. El cálido aroma de los juncos maduros se escapaba de los jardines dispuestos entre los almacenes, las armerías y los barracones de la guarnición. Las ramas de los cedros trenzaban huecos de claroscuros; mecidos por una suave brisa que rompía el encanto de aquella serenidad al revolver, sin recato, los hedores de las cruentas batallas que se habían sucedido durante diez largos días.
El verano terminaba y el calor del día, apresado por las enormes piedras trabadas en los cimientos, se liberaba poco a poco. Ni siquiera las cigarras y los grillos, espantados por las atroces contiendas, se atrevían a romper la hipócrita calma de la tregua.
Envuelto en aquel presentimiento del otoño, recogido entre los aleros de las murallas, Saigō caminaba adentrándose en el corazón del alcázar. Se movía con ligereza. Con un andar suelto, impropio para un hombre que arrastraba sus años y cicatrices.
Los duros geta de madera que calzaba apenas hacían ruido cuando apoyaba las suelas, pero cada paso se acompañaba de un desagradable tintineo; el complicado entramado de cordajes de seda que sujetaba la miríada de escamas de su armadura había recibido algún corte. Probablemente en el último ataque, al ocaso, durante las escaramuzas a caballo que habían librado instantes antes del incendio de la torre del este. Cuando, una vez más en aquel interminable asedio, Torii Mototada, el daimyō del castillo de Fushimi, había dado la orden sin temer la aplastante superioridad del enemigo. Y, una vez más, había resultado evidente que los dos centenares escasos de supervivientes poco podían hacer contra los casi cuarenta mil aceros del ejército comandado por el magistrado Ishida Mitsunari.
Ahora, preparándose para lo que sería el final, los dos bandos cobraban resuello aprovechando la pausa. Y en tanto el adversario tomaba aliento, en el fortín, muchos componían un postrer poema con el que enfrentar la muerte, otros acometían unas últimas tareas que apestaban a derrota; y el señor de la fortaleza, sin explicaciones, lo había hecho llamar, con urgencia, despreciando el destino de dolor y muerte que se cernía sobre ellos.