Las espesas nubes tapaban a ratos la luna llena, rodeada de surcos anaranjados. Los rayos, rojizos y fantasmagóricos, iluminaban la ría de Vigo, oscura como el petróleo a aquella hora de la madrugada. Valentina contuvo un estremecimiento y cruzó los brazos, en un ademán inconsciente de desamparo. Aquella era una noche helada de cojones, y más después de llevar a la intemperie más de tres horas. Bajó la cuesta trastabillando sobre sus altos tacones, hasta acercarse a los bloques de edificios de cemento gris, de construcción bastante antigua. Luego se acercó con disimulo a un coche aparcado en un camino de hierba para constatar que las ventanillas estaban cubiertas de vaho. Sonrió, aterida.
«Por lo menos allí dentro no tendrán tanto frío como yo», pensó. La ría de Vigo, bajo la tenue luz de la noche, era muy hermosa. Desde su posición, podían verse muy bien las bateas diseminadas aquí y allá, y más lejos, las luces que iluminaban el puente de Rande. Los astilleros estaban en calma a aquella hora. Y por el barrio de Teis no se veía ni un alma.
Bajó otro poco la cuesta de aquella callejuela interminable y vio una barca abandonada, la madera podrida, casi sin pintura por el deterioro de muchos años. Al lado, un cuatro latas de color verde agonizaba con las ruedas sustituidas por ladrillos y la hierba y algún gato callejero por únicos ocupantes.
Tiró de la tela vaquera hacia abajo. Aquella minifalda tan ajustada era un estorbo, se subía a los cinco segundos, por no hablar de las pesadas botas de tacón alto. No estaba acostumbrada a vestir de una forma tan incómoda. Valentina era feliz con unos simples vaqueros y una cazadora de cuero. Tardó un momento en conseguir ajustar la falda en su sitio. Al revolverse, nerviosa, pudo notar el tacto del micrófono que llevaba adherido a la piel, en la espalda, a la altura del riñón. Lo tocó para asegurarse de que seguía en su lugar. Allí estaba.
El Citroën Xsara camuflado se deslizó a su lado con lentitud, parando justo al lado de ella.
—¿Cómo vas, inspectora? —Una cabellera negra, engominada, asomó por la ventanilla—. ¿Alguna novedad? ¿Has visto algo de interés? —El inspector Gorka Raizabal bebió un sorbo de café de un vaso térmico y sonrió tranquilizadoramente mientras agarraba el volante del coche. A Valentina le caía bien el inspector Raizabal. Más bien tenía que reconocer que le gustaba mucho. Era un hombre muy guapo. Lástima que tuviese novia... y fuese compañera, además. Aunque Valentina notaba que él se sentía atraído por ella, no se atrevía a establecer ningún tipo de acercamiento.
—Absolutamente nada, Gorka. Aquí no se mueve ni Dios. Eso sí, hace un frío de cojones. —Valentina bajó la voz y notó el vaho saliendo de su boca al aire helado de la noche—. Voy a dar una vuelta por el aparcamiento que está un poco más abajo y luego nos vamos de aquí al parque de la Guía. Por cierto, ¿cómo le va a Edurne en Coia?
La subinspectora María Varela contestó, mientras sujetaba el café y a la vez intentaba abrir una bolsa de plástico con bocadillos en el asiento del acompañante. María llevaba ya quince años en el cuerpo y se tomaba todo con bastante tranquilidad. Era famosa en la comisaría por sus habilidades culinarias, que no dudaba en compartir con los compañeros.