2 de Enero de 1492
Ya era de día, pero no hubo amanecer. Una neblina quieta ocultaba a jirones la Vega y dejaba ver los efectos de la tala devastadora y los incendios. El gélido viento que había azotado Granada en días anteriores cesó, y surgió la neblina constrictora que desdibujaba a trechos la ciudad y la oprimía como un sudario; una niebla fina, más fría que el viento y quieta como la muerte.
A las puertas del palacio de invierno, que llaman el Cuarto de los Leones, una formación de pajes, escuderos, oficiales, cadís, muftís y algunos abencerrajes esperaban al rey demudados y hambrientos, sabedores de que era la última vez que le acompañaban investido de majestad. Todos callaban en sus puestos y solo se oía el resoplar inquieto de los caballos, que, de vez en cuando, hacían resonar el suelo con sus cascos. Un paje negro sujetaba las riendas del caballo del rey y otro, a su izquierda, portaba una bolsa de cuero con las llaves del palacio y de las fortalezas.
Desde el incierto amanecer, llevaban ya dos horas en sus puestos sin que el rey apareciese, por lo que comenzaron a relajar posturas y a hablar quedamente, murmurando conjeturas de si a última hora el reino no se entregaría. Y aún hubieron de esperar algunas horas más mientras los abencerrajes y los muftís abandonaban la formación entrando y saliendo de palacio.
Al final apareció en el arco de la Puerta de los Siete Suelos la cetrina figura de Mohammed XII, Boabdil, impecablemente vestido de negro real, con la capa ceremonial sobre los hombros y, en la cabeza, el turbante con los signos de la realeza. No se quiso encontar con ninguna mirada y sus ojos repasaron las leyendas cúficas que ornaban las paredes y los capiteles de las gráciles columnas.Había varias alabanzas a su homónimo, el sultán Abu Abdullah. En las de la galería leyó: «Prosperidad perpetua», «Felicidad», «Bendición». Eso leía en las paredes, pero en su corazón sentía los antónimos. «Loor al Dios único», «Los bienes que poseéis vienen de Dios» y, sobre todo, el repetido lema alhambreño: «Solo Dios es vencedor». Solamente en una de las inscripciones de la galería encontró algo de consuelo, que penetró como una diminuta chispa de luz en sus tinieblas interiores: «Dios es el refugio en toda tribulación». Montó su caballo en silencio y, con un gesto, dio la orden de salida.