La sala del aeropuerto de Bruselas donde se recogía el equipaje de los vuelos internacionales era grande y espaciosa, con múltiples cintas transportadoras que daban vueltas interminablemente. Yo corría de una a otra desesperada, buscando mi maleta negra. Iba repleta de dinero de la droga, de modo que estaba más preocupada de lo que uno estaría normalmente por una maleta perdida.
En 1993 tenía veintitrés años y parecía una joven profesional como otra cualquiera. Había dejado de lado las botas Doctor Martens y llevaba unos zapatos de tacón de ante hechos a mano, muy bonitos. También llevaba medias de seda negra y una chaqueta beige, y parecía una típica jeune fille nada contracultural si no te fijabas en el tatuaje que me adornaba el cuello. Había hecho exactamente lo que me dijeron: facturé la maleta en Chicago vía París, donde tenía que cambiar de avión y tomar un corto vuelo a Bruselas.
Cuando llegué a Bélgica, fui a buscar mi maleta negra con ruedas a la sala de recogida de equipajes. No aparecía por ninguna parte. Intentando controlar la creciente oleada de pánico que me invadía, pregunté con mi francés de instituto qué había sido de mi maleta.
—A veces las maletas no van a parar al vuelo correcto —me dijo el tío cachas pero muy dulce que trabajaba en manipulación de equipajes—. Espere al siguiente vuelo que venga de París... probablemente vendrá en ese avión.
¿Habrían detectado algo en mi maleta? Yo sabía que llevar más de 10.000 dólares sin declarar era ilegal, y más aún si procedían de un señor de la droga de África Occidental. ¿Me estarían siguiendo las autoridades? ¿Y si intentaba pasar por la aduana y salir huyendo? O a lo mejor la maleta se había retrasado sin más, y si me iba, abandonaría una enorme cantidad de dinero perteneciente a alguien que probablemente podía ordenar que me mataran con una simple llamada telefónica. Decidí que esta última posibilidad me producía un terror más agudo que las anteriores, de modo que esperé.
Al final llegó el siguiente vuelo desde París. Fui a ver a mi nuevo «amigo» de manipulación de equipajes, que estaba ordenándolo todo. Cuando tienes miedo, la verdad, no apetece coquetear. Vi mi maleta, exclamé extasiada: «Mon bag!», y la recogí. Le di las gracias efusivamente y le dije adiós con cariño y algo atolondrada, pasé corriendo por una de las puertas sin custodiar que daban a la terminal y allí estaba mi amigo Billy esperándome. Sin darme cuenta, me había saltado la aduana.
—Estaba preocupado. ¿Qué ha pasado? —me preguntó Billy.
—¡Rápido, un taxi! —susurré.
No respiré hasta que salimos del aeropuerto y estuvimos ya a mitad de camino hacia Bruselas.
Mi ceremonia de graduación en el Smith College tuvo lugar el año anterior, uno de esos maravillosos días de primavera de Nueva Inglaterra. En el patio bañado por el sol sonaron las gaitas y la gobernadora de Texas, Ann Richards, nos exhortó a mis compañeras de clase y a mí a que saliéramos al mundo y demostrásemos lo que éramos capaces de hacer. Me dieron el título y mi familia estaba allí presenciándolo, orgullosa y sonriente. Mis padres, recién separados, hacían de tripas corazón; mis nobles abuelos sureños estaban muy complacidos al ver a su nieta mayor vistiendo la toga y el birrete, rodeada de tanta gente pija, y mi hermano pequeño se aburría como una ostra. Las más sensatas de mi clase se iban a seguir sus cursos de posgrado, o a realizar trabajos de ínfima categoría en instituciones sin ánimo de lucro, o volvían a casa, algo bastante común en la peor época de la primera recesión de Bush.
Yo por mi parte me quedé en Northampton, Massachusetts. Me había especializado en teatro, ante el gran escepticismo de mi padre y de mi abuelo. Yo provengo de una familia que valora muchísimo la educación. Nuestro clan está lleno de médicos, abogados y profesores, con alguna que otra enfermera, poeta o juez. Después de cuatro años de estudio me sentía todavía muy verde, poco cualificada y poco motivada para la vida del teatro, pero tampoco tenía un plan alternativo de realizar otros estudios académicos, emprender alguna carrera significativa o adoptar la opción definitiva: la facultad de derecho.
No es que fuera una perezosa. Siempre había trabajado mucho en mis empleos universitarios en restaurantes, bares y clubes nocturnos, y me gané el afecto de mis jefes y compañeros de trabajo sudando la camiseta, echándole buen humor y estando siempre dispuesta a hacer turnos dobles. Esos empleos y esa gente eran mucho más de mi estilo que la mayoría de la gente a la que conocí en la universidad. Estaba contenta de haber elegido Smith —una facultad llena de mujeres listas y dinámicas—, pero ya había cumplido con lo que se requería de mí por nacimiento y por entorno. Me irritaban los confines seguros de Smith. Me gradué, aunque con un margen muy justo, pero echaba de menos experimentar e investigar. Ya era hora de que viviera mi propia vida.