Hay noches que perduran en la retina para siempre. Marcadas a fuego bajo la piel, noches imposibles de olvidar. Son, a lo largo de la vida, noches de euforia o de tristeza extrema, de sensaciones que flotan por encima de la vulgaridad y de los sinsabores de lo cotidiano. De todas aquellas, de la que Leonardo Soto tenía primer recuerdo era la noche en la que España cambió otra vez. Tenía aún seis años, a punto de cumplir siete. Era un niño feliz, ajeno a las desgracias del mundo y atento a las sonrisas y al cariño recibido; como todos los niños.
Recuerda que el frío de Madrid empezaba a asomar ya, a hacer presencia el inicio del invierno después de un verano cálido. Todo el mundo estaba nervioso por aquellos días: su padre tenía un estado de ánimo que era como un péndulo entre el enfado y el abrazo, algo que el niño no entendía entonces y que tardó en comprender más de dos décadas; su madre suspiraba en exceso; y ambos le mandaban callar siempre que en Televisión Española daban las noticias, atentos a cada palabra que decía el presentador, acercándose su madre las uñas a la boca, sin llegar a morderlas, en un gesto de expectación constante. Era por «el cambio». Corría a una velocidad vertiginosa el año 1982. Madrid era entonces una ciudad de colores rojos eléctricos, verdes y rosas demasiado escandalosos; también de olores a tabaco. La ciudad estaba abrigada por chupas de cuero que ocultaban un pasado de miedos demasiado presentes y que se esforzaba, sobre todo, por aparentar el desenfreno y la esperanza. Se esforzaba por ser como el resto de las capitales europeas, como París, como Londres… pero con el calor de la sangre española corriendo por las entrañas.
Recuerda que ese veintiocho de octubre de 1982 no fue al colegio. Aunque era jueves, le vistieron de domingo con aquel pantalón verde que tanto odiaba, una camisa blanca de manga corta y una chaqueta marrón, que desoía el sentido común de la moda.
El día pasó rápidamente entre las idas y venidas de los adultos, pero aquella noche sus padres se abrazaron fuerte, tanto, que el
padre levantó a la mujer del suelo y ella lloró de alegría.
—¡Hemos ganado, Sole! ¡Hemos ganado!
El niño no sabía qué, pero ganar era positivo; así que también saltó y gritó de alegría. Y era cierto que habían (habíamos) ganado, que España consolidaría esa democracia nueva que nació a la vez que Leonardo, que tan sólo un año antes a ese 1982 se había visto amenazada en un día de febrero en que su madre también lloró,pero esta vez sin sonrisas y, abrazándole fuerte, le dijo que no pasaba nada, que no podrían destruir en un sólo día todo lo que se llevaba más de un lustro construyendo. «Y menos una panda de insensatos, que tienen la cabeza hueca y que, por llevar pistola, se creen superiores». Nada ocurrió ese día de 1981, o al menos no demasiado y todos bañaron en halagos a su majestad el rey. El rey, sin embargo, no pintaba nada aquel veintiocho de octubre.