[19 de junio de 2008]
La vieja y bien cuidada bicicleta de John McQuaid iba de izquierda a derecha de la carretera. Hacía ya varias horas que no pasaba ningún coche y, con casi toda seguridad, eso no volvería a ocurrir hasta tocadas las cinco, cuatro horas más tarde, cuando la señora Margaret O’neel regresara de dejarse la voz en el aula de preescolar del Colegio Católico de Nuestra Señora de los Ángeles. Entonces, su viejo Volkswagen rompería el húmedo silencio de aquella tarde de junio, y las hojas de los robles danzarían a su paso. El cartero McQuaid creía tener el derecho a ocupar toda la calzada y así lo hacía, jugando como un mocoso; al igual que los últimos treinta años, lo repetiría día tras día hasta jubilarse. Estaba contento, como siempre al hacer aquel último tramo del trayecto. La vieja cartera de piel, ya vacía, apenas pesaba. La jornada estaba a punto de terminar y tan sólo le quedaba por entregar un telegrama internacional. Era la primera vez que veía uno; ya era raro que en el pueblo se recibiesen telegramas con origen nacional, pero sí recordaba alguna ocasión, como aquélla en que llegaron varias condolencias por el fallecimiento de Ryan Dermot, quien había formado parte del Ayuntamiento de Lisdoonvarna en los años sesenta y por ello era conocido en toda la región de The Burren. También recordaba haber llevado uno a la viuda Patterson que venía remitido por el Bank of Ireland; parecía ser que su marido había dejado algunas cuentas en una mala situación. La pobre señora Patterson ahora vivía en casa de su hermana, vestía la ropa vieja de ésta y pedía permiso para comer algo que no le hubiesen puesto a la mesa. Pero en esta ocasión se trataba de un telegrama internacional. Pensó que sería algo importante. Aun así, no modificó la ruta para efectuar la entrega a primera hora como se debería hacer al tratarse de un envío con carácter de urgencia; sabía que Enda Berger no comenzaba el turno hasta las doce, justo cuando empezaban a servir las primeras comidas en el Bowell’s Pub. También podría habérselo llevado hasta su propia casa pero era un largo trayecto y hacía tiempo que habían acordado que su correo se entregaría en el trabajo.
John apoyó su bicicleta con cuidado junto a la puerta del pub, acarició su cabello plateado en un intento inútil por disimular las ondas que el viento del atlántico le había producido durante toda la mañana y que no iban a desaparecer hasta que se metiese bajo la ducha, y, con la cartera cruzada delante del pecho y el telegrama en una mano, entró en el local como lo haría un niño que les llevara el boletín de notas a sus padres.
—Hola, John.
Enda estaba colocando los cubiertos en las mesas y Paddy, el dueño, secaba las pintas limpias con un trapo y las colocaba en su lugar correspondiente en el estante. La chica sonrió al cartero apenas sin mirarle, un nido rubio hecho con su cabello vacilaba en la cima de su cabeza como una corona de princesa y algún mechón insurrecto le acariciaba los pómulos y multiplicaba el azul de aquellos ojos. Tenía treinta y nueve años y no dejaba de aparentarlos, pero resultaba atractiva. Quizá no en un pub de Dublín o en los nightclubs de Belfast pero sí allí, en aquella taberna de pueblo para turistas y granjeros en medio de ninguna parte de camino a los Cliffs de Moher.
—Hola, Enda. Traigo algo para ti —dijo McQuaid, y esperó un segundo antes de añadir algo con una expectación que sólo él comprendía—, es un telegrama internacional.
Enda levantó la vista y repitió lentamente con cierto estupor:
—¿Un telegrama internacional?