Premisa
Es mentira que estés leyendo esto y es mentira todo lo que voy a narrarte. Por eso debes jurarme que nunca vas a contárselo a nadie, porque ni ha pasado ni debe pasar nunca más. Si alguien se va de la lengua o si alguien descubre mi plan, puede que nada suceda tal y como tengo previsto; de modo que es mejor que seas un testigo mudo, como si no estuvieras, como si yo no estuviera y como si todo lo que vas a leer jamás hubiera sucedido. ¿Has visto la lavanda que hay en la entrada de mi jardín? Pues debes ser como ella. Muda.
Justo Brightman
Tarde del 23 de junio de 1980 en Calabella, un pueblo cercano a Tossa de Mar, Costa Brava.
Sonaron las seis de la tarde en el campanario de la iglesia. En mi reloj, la misma hora. Todo estaba en orden para poderlo romper. Yo había elegido la noche de San Juan para convertir a mi familia en una familia feliz. Como más adelante contaré, aquella noche todos pedían deseos; en cambio, yo los hice realidad.
Mis padres estaban en la cocina, papá fumando y mamá poniendo toda la comida que había guisado para los días de fiesta en diferentes tuppers rosas y azules. Es algo que hacía siempre, porque así lo hacían mis tías y así lo hacía mi abuela y así lo hacían en el pueblo todas las mujeres para estar más tranquilas con el alboroto de las charangas, las misas y las verbenas
El olor a solomillo con tomate frito inundaba el pasillo y las longanizas con tajadas de la orza se podían contar si cerrabas los ojos; había botes con almendras peladas, pimientos asados con ajos, huevos rellenos de atún y croquetas de jamón, que luego frías estaban más buenas todavía. Ella, mamá, había abierto la ventana del jardín para airear los humos, y en esa repisa ancha, en la que también enfriaba los platos antes de volcarlos en los tuppers, se dejaba caer papá observando el cielo que se colaba entre el limonero, atado con cuerdas de unas ramas a otras porque se expandía sin orden.
Nervioso, pegué la cara al cristal de la puerta cerrada de la cocina, un cristal con dibujos geométricos que hacía la realidad diferente, tanto si la mirabas desde el pasillo como si te miraban desde dentro, y soplé vapor con la boca para dibujar un corazón con el dedo índice. Justo en medio del corazón quedó la cara de mi madre mirando a papá en el reflejo de los azulejos. No sé quién vigilaba a quién. Él a ella, ella a él o yo a ellos.
El corazón dibujado se desvanecía.
Detrás de mamá estaban las sartenes como tambores relucientes que no dejaban nunca su función y embutidos secos colgando de un gancho similar al que utilizaba el carnicero de la esquina para arrastrar los cerdos en la matanza mientras chillaban brutalmente como niñas de recreo.
El corazón desapareció.
Eché de nuevo vapor para dibujarlo otra vez en el cristal y corrí a la ventana de la calle donde había barullo de músicos. Las campanas seguían anunciando la fiesta patronal. Me sentía agobiado y al mismo tiempo satisfecho de lo que iba a hacer. Había llegado el día, ya sólo había que esperar al momento de la tarde.