Una muerte violenta cambió mi vida. Y si bien el paso del tiempo ha conseguido atemperar los recuerdos del dolor, raro es el día en que su cadáver no se me viene a la cabeza, creando un sustrato de niebla que subyace en todos mis pensamientos y agudiza mi melancolía.
Es curioso cómo, a pesar de lo ocurrido, mi concienciaestá tranquila. Más aún con el discurrir de los años. Todo aquello transformó el dibujo de mi sonrisa, haciéndola más triste,quizás también más sincera, aunque no destrozó mis ilusiones.
De niñ os fantaseamos con lo que seremos en el futuro, sin saber que un solo segundo es suficiente para marcarnos, para influir en nuestro carácter, para virar nuestro destino.
Ignoro si es fortaleza o ensoñación, tal vez solo instinto, pero cuando la parca se cruzó en mi camino, dificultando su tránsito hasta el punto de tener que tomar otro distinto, mi imaginación jamás dejó de recorrer aquel que las circunstancias me obligaron a abandonar.
Me resisto a creer que los anhelos de la infancia se puedan evaporar. Necesitamos todos nuestros sueños para seguir sintiéndonos vivos, para no convertirnos en autómatas de una civilización en decadencia, para huir de una cotidianidad anodina. Esos mismos sueños son los que nos empujan a tomar decisiones ante las que nuestra razón se acobardaría, los que configuran nuestra vida oculta: esa que no compartimos con nadie, esa que nos obliga a preservar nuestros secretos. Porque hay secretos que son inconfesables.