Cruzó la biblioteca dirigiéndose hacia el sofá chéster. El mueble, varado sobre el mármol blanco del piso y con su capitoné acolchado en piel negra, destacaba como si fuese un lunar en medio del rostro de una geisha.
«Tengo que intentar dormir un poco, debo descansar…»
Con ese mantra en la cabeza dejó el tazón sobre la mesa de café y se tendió en el sofá, acurrucándose y abrazando con fuerza un cojín contra el pecho. Ana contempló entre ensoñaciones cómo la negrura de la noche retrocedía con rapidez, atrincherándose tras los muebles, concentrándose en sombras alargadas ante las primeras embestidas del sol. Sin darse cuenta se quedó dormida. A las dos horas Lucrecia la despertó zarandeándola con suavidad.
—Señora, señora… El cartero ha traído un paquete para usted.
—¿Para mí?
—Sí, para usted. Perdone que la haya despertado, pero si no empieza a arreglarse, llegará tarde al hospital.
Ana se incorporó medio adormilada e inconsciente de que en la cara se le habían marcado los rectangulitos acolchados del sofá. Lucrecia tampoco creyó necesario advertirle de las marcas antes de abandonar la biblioteca, la señora no iba a recibir visitas esa mañana. Sobre la mesa de café vio el paquete junto al tazón de leche, ya completamente fría. Lo examinó con desconfianza. El envoltorio de papel de estraza llevaba pegada, junto a los sellos, una etiqueta con su nombre y dirección
mecanografiados. Matasellos de Madrid. Sin remite.
—Qué extraño…
Rasgó el papel con cuidado. Una caja de zapatos Camper la miró indiferente. Al retirarle la tapa, se llevó una nueva sorpresa: frente a ella aparecía un folio en blanco, el primero de un taco de unos quinientos. Extrajo el mazo de hojas y lo depositó sobre su regazo, comprobando que no estaban encuadernadas y, excepto la primera, venían impresas a una cara. Retiró esa cuartilla inicial en blanco y se topó con un título Pan con chocolate. Sin autor. Pasó página y, completamente intrigada, empezó a leer.
«He desperdiciado mi vida esperando una llamada de teléfono que siempre supe que no iba a contestar. Y que nunca llegó. Como cualquier mujer que se ha quedado sin vida por culpa del desamor, intenté recuperarla aferrándome a los recuerdos. Pero fue inútil: los recuerdos no son la vida, al igual que el mapa no es el territorio. Toda aquella obsesión empezó poco después de…»
No pudo seguir leyendo. Las lágrimas corrían por sus mejillas y acabaron humedeciendo las cuartillas. Se recostó y cerró los ojos, respirando profundamente para intentar tranquilizarse.
—Esto…, esto no es posible…
El corazón le aporreaba el costillar desde dentro amenazando con abrirle un boquete en el pecho, mientras los dolores del abdomen se le acentuaban por culpa de la ansiedad.
—No, no puede ser…
Percibía claramente que le faltaba el aire. Como un corredor de maratones agotado tras la carrera, que en un despiste se ha metido en una cámara de vacío, Ana hacía esfuerzos brutales para hinchar los pulmones, pero las aletas de su nariz se aplastaban contra el tabique nasal al no hallar nada que sorber: vacío, aquel taco de folios había creado en la atmósfera de la biblioteca el más hermético e inhumano de los vacíos.
—Esto no puede estar pasando…
Ese día no fue al hospital. Todas sus horas las pasó en el viejo sofá chéster alternando el llanto con la lectura, y ya alanochecer, con los ojos cansados y arrugados por la sal, supo que aquel misterioso regalo envenenado iba a acabar de destrozarle su ya maltrecha vida.