En ocasiones (demasiadas, en mi caso) escribes escenas, incluso capítulos enteros, que al final terminas descartando porque no te gustan, no te llevan a donde tú quieres o simplemente te das cuenta de que no encajan o sobran. De todas formas, yo no suelo borrar y listo; por lo general guardo cada retalito que recorto en otro documento… por si acaso. No vaya a ser que más adelante me pueda servir el fragmento. Y hoy quiero compartir con vosotras uno de esos pedacitos inéditos. Espero que os guste.
Más tarde, recostada contra el cabecero de la cama, con las rodillas flexionadas y su cuaderno apoyado sobre ellas, Lorianne garabateaba distraída sobre una hoja en blanco. Sonrió al recordar una de las parodias de la señora Cotton, que Margaret había vuelto a realizar durante la cena; que lástima haberse perdido la escena auténtica. También acudieron a su mente los comentarios que había hecho sobre el condestable y su expresión se tornó pensativa. Por más que lo intentara, no lograba imaginarlo sin una sonrisa en los labios o al menos con aquel brillo que caracterizaba su mirada.
De repente se le ocurrió una idea.
Cambió de postura para estar más cómoda y en la misma lámina, comenzó a trazar líneas con determinación. No estaba habituada a realizar retratos y mucho menos de memoria, pero estaba segura de conseguir uno medio aceptable del señor Worth. Representarlo serio iba a resultar más complicado, pero quería intentarlo y sería divertido comprobar qué lograba.
Delineó primero el firme mentó, los pómulos marcados y la nariz recta; añadió líneas que después difuminó con la yema del dedo para dar forma y textura a los cabellos ondulados y algo largos del condestable. Perfilar los labios sin que en ellos apareciera una sonrisa, le llevó un tiempo, pero quedó satisfecha. Por último, le inventó un ceño fruncido, dibujó los ojos y contempló el resultado. No cabía duda de que se trataba del señor Worth, sin embargo, al dibujo le faltaba algo, pensó ladeando la cabeza para observarlo desde un ángulo diferente.
De nuevo, lapicero en mano, retocó, sombreó y rectificó detalles dejándose guiar por su instinto. Empleó el carboncillo para matizar los rasgos y la dureza del gesto. Añadió un pañuelo bien anudado bajo la mandíbula y esbozó el nacimiento de unos anchos hombros. Solo entonces lo dio por terminado y se hizo atrás para verlo con perspectiva. Le impactó el resultado que había conseguido. Tanto que no lograba despegar los ojos del papel y algo se removió en su interior al contemplar el inconfundible rostro del condestable.
Jane había estado en lo cierto: infundía respeto. Y por algún motivo que escapaba a su entendimiento, la imagen resultaba atrayente y sí, para qué negarlo, también atractiva. «Incluso con esa expresión severa que le he dibujado se ve apuesto», se coló el pensamiento en su cabeza, pero no le dio tiempo a analizarlo porque se le ocurrió una nueva idea.
Ansiosa, no pudo evitar saltar de la cama y correr a por sus pinturas, como tampoco podía evitar, en ese momento, que el corazón le latiera con fuerza mientras, con pequeñas pinceladas, coloreaba de verde los iris.
Una vez acabó, volvió a tomar distancia. La elección de colores había sido tan acertada que el efecto resultaba sobrecogedor. Los ojos del dibujo parecían haber cobrado vida sobre el papel y observarla con la intensidad de siempre. Hasta temió sonrojarse. Rio divertida por lo absurdo que sería ponerse encarnada ante un simple dibujo cuando de hecho, bastante ridículo era ya hacerlo en presencia del original.
Aunque era algo que no podía evitar.
Ana F. Malory