Con el paso del tiempo he comprendido que no hay secretos más difíciles de guardar que los propios, porque éstos, a pesar de creerlos controlados, saben cómo ir atravesando las grietas de nuestras conciencia.
Los ajenos, en cambio, basta con abandonarlos en cualquier rincón de la mente y allí ellos mismos se van olvidando, van desapareciendo entre los silencios y las mentiras, entre las prisas y los días...pero los propios...los propios te persiguen en cada pensamiento.
Este secreto -propio- que escondo dentro es el que ahora me impide reconocer estas cuatro paredes como un hogar, a pesar de todas esas fotos repartidas por los muebles; a pesar de nuestra ropa que, ahora mismo, juega mezclada en una lavadora; a pesar de esos dos cepillos de dientes que comparten espacio en un mismo vaso; a pesar de los juguetes que siempre se quedan en algún rincón del comedor; sobre la alfombra o bajo el sofá...
Hace demasiado tiempo que me siento actuando en la película en que se ha convertido mi vida, una película con un guión que va perdiendo sentido; actuando ante ellos, actuando incluso ante mí. Ha habido momentos en los que he estado a punto de confesarlo todo, de comenzar con esa frase que nunca trae nada bueno: "Tenemos que hablar". Pero, ¿de qué serviría extender el dolor? ¿Quién saldría ganando? Nadie. Sí sé, en cambio, quién perdería: ella.
Cada día -y ya llevo tantos- despierto recordando las semanas que pasé en aquella ciudad que me hizo descuidar el presente. Unas semanas que avanzaron breves en el tiempo pero que se han quedado estancadas en mi cabeza. Dicen que un incendio no puede ser eterno, porque al final se apaga o ya no queda nada por arder; el problema es que ni yo soy un árbol ni mi tristeza se parece al fuego.