
Fortaleza de la Orden del Temple en Monzón, marzo de 1209
Las cumbres de los Pirineos estaban cubiertas de nieve y el viento proveniente del norte soplaba helado, el sol apenas se veía, oculto tras un espeso manto de nubes. Los árboles mostraban su desnudez y sólo las aves rapaces surcaban el cielo en busca de alguna víctima.
Sentía un profundo frío.
Sobre sus calzas, que se amoldaban a las piernas desde los pies hasta la parte alta de los muslos, llevaba una saya de lana que le cubría también las rodillas. Ceñida con un cinturón que le había dado su padre hacía muchos años. Intentando aparentar mejor linaje, se abrigaba con una capa semicircular, agarrada al cuello mediante cuatro cordones, que atravesaban sendos ojales y colgaban a ambos lados del pecho.
Cruzó la puerta de entrada al castillo, custodiada por dos caballeros con la cruz del Temple en las sobrevestas. Subió por la empinada cuesta empedrada hasta el recinto superior, donde media docena de caballeros, armados con lanzas y escudos, vigilaban las murallas de la fortaleza de Monzón. La iglesia estaba a la derecha del patio de armas, a la izquierda dos construcciones palaciegas y en el centro una esbelta torre con un aparejo que le recordaba la espina de un pez. En lo alto pudo ver como ondeaba orgullosa una bandera con las barras de la casa real.
—El rey os espera. –Resonó una voz detrás de él.
Se volvió y observó a un caballero templario, una cabeza más alto que él y con un cuerpo inmenso, casi desproporcionado. Llevaba el pelo muy corto, como ordenaba su orden. Su rubia barba protegía parte de su rostro, de piel pálida como la nieve.
Le extrañó que fuera un miembro de la Orden del Temple quien le recibiera y no uno de los soldados reales. Había oído historias increíbles de los templarios en Tierra Santa. Bravos caballeros, de una disciplina y coraje sin igual. Sin miedo a la muerte, en ocasiones tenían fama de temerarios. El de Monzón era su castillo más importante en el Reino de Aragón y aunque era habitual que el rey lo utilizara, dada su ubicación central en el conjunto de sus territorios, se sentía incómodo vigilado por aquellos monjes guerreros.
—Que no te impresionen estos templarios –murmuró un caballero que apareció detrás de él–. Yo soy Miguel de Luesia, mayordomo de su alteza, Pedro de Aragón. El rey quiere veros, seguidme.
Sin duda, era un noble importante, vestía un brial –una túnica larga hasta los talones y de mangas estrechas– con los puños adornados; y sobre él un pellizón de pieles de cordero, más corto y con las mangas más amplias.
Subió por una escalera exterior de madera hasta la puerta de entrada a la torre y después por otra de piedra que llegaba a la planta noble. Allí se encontró con cuatro soldados de la guardia personal del monarca.