II
En Alemania, en uno de esos sótanos inverosímiles, forrados de máquinas inverosímiles, un grupo de científicos dieron con una tecla inverosímil, como suele contar mi amigo K., metafísico como pocos, un latido del corazón del tiempo. Lo que estos poetas cuánticos han conseguido es capturar el fragmento más pequeño de tiempo conocido hasta ahora: han registrado un intervalo temporal de doce attosegundos. Sí, yo también vivo en la ignorancia y la ampulosa biblioteca de la red me informa de que un attosegundo es una trillonésima parte de un segundo. Lo que mi ignorancia no puede resolver consultando esa base de datos asombrosa es la relevancia de ese acto. Lerdo en ciencia, incapaz de comprender el sentido racional de las cosas, me siento infinitamente desvalido a la hora de procesar esa información que la prensa no duda en catalogar como heroica, por lo menos. No entra en mis alcances (que en algunos asuntos llegan lejos y en otros, ay, son escandalosamente torpes) entender qué suceso de la naturaleza dura un attosegundo. Algo tan sumamente minúsculo me apabulla, me aturde, me deja enredado en una tempestad de dudas. Esa evidencia infinitesimal de eternidad me desarma, me aísla del quebranto estadístico del paro, me seduce como únicamente seducen (a veces) versos extraídos de un soneto o adjetivos colocados con rara perfección detrás de un sustantivo hermoso como una gota de agua en un pétalo que sueña un ángel. Ante lo pequeño, a veces se tiene la incertidumbre que se dispensa a lo grande. El cosmos está ahí afuera, incesante, inescrutable, inabarcable, pero el cosmos está de igual manera ahí adentro, incesante, inescrutable e inabarcable también.
III
Dicen quienes saben que ese descubrimiento podrá ilustrar ciertos intercambios moleculares, no sé, cosas así. Yo, en esa involuntaria dureza mía hacia la ciencia, oigo en esta noticia lo que mis vicios literarios me hacen oír: oigo que el tiempo es la medida absoluta de todo lo demás; oigo que somos tiempo, somos los días persiguiéndose, franjas ridículas (por invisibles) de tiempo convertido en brizna, en lo inaprensible de pronto atrapado, y entonces, pensando en todo esto, haciendo filosofía de mesa camilla, conversando conmigo mismo sobre la eternidad y sobre sus arcanos, desoigo la música de las noticias , desaconsejo a mi alma que se ofusque por la barbarie de los políticos, que nos administran sin empeño, empecinados solo en hacer caja con el cargo, y pienso en Julio Verne. No sé por qué de pronto Julio Verne se ha instalado en mi cabeza, pero ahí está, con su barba decimonónica, con su gesto un poco adusto, con sus libros maravillosos bajo el brazo. Releí Viaje al centro de la tierra hace unos cuantos veranos y me entusiasmó como cuando lo hice por primera vez. No sé si es que todavía soy el niño asombrable, ojalá lo sea, o es que la prosa de Verne no decae a pesar del glorioso y mísero, según se mire, paso del tiempo.IV
Hoy Muñoz M0lina cuenta que en España tenemos cierto pudor a contar lo propio, que la escritura pocas veces se articula en torno a la idea que uno tiene de sí mismo, aireándola, como si contándola, extrayendo de aquí y de allá lo reseñable, lo turbio, lo intrascendente o lo relevante, se acabara por entender. No se trataría, razono yo, de que se hable de la primera persona del verbo, sino de instalar en esa persona una cierta distancia y mirarnos sin el incomodo de saber que estamos debajo. Convertidos así en personaje, ir hacia adelante, contar, desbaratar toda posibilidad de objetividad y caer bien o molestar, ya se sabe.