-Ustedes nunca han presenciado una guerra, ¿verdad? El mejor hombre se convierte en una fiera excitada por el olor de la sangre, el mejor padre en asesino de niños, el mejor marido en violador de mujeres, el hombre honesto en ladrón. La tensión y el miedo a los que se ven sometidos los soldados alcanzan cotas inimaginables. Después de una batalla en la que han arrebatado la vida a otros seres humanos y han luchado por defender la propia, han destripado, han rebanado pescuezos y desfigurado los rostros de hombres iguales a ellos, necesitan tiempo para recuperarse, como los caballos tras una larga cabalgada. No pueden detenerse de golpe, tienen que hacerlo poco a poco. Es, digamos, una especie de catarsis para no volverse locos.
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¿Cómo explicarle a una chiquilla que el amor no se mide por la cantidad de palabras, que los silencios también hablan y que es preciso saber escucharlos?
-¿Por qué nos han hecho esto? -preguntó de nuevo-. Usted solía decirme que las guerras eran necesarias para reparar los entuertos ocasionados por hombres sin escrúpulos, pero no me dijo que eran las personas más indefensas las que sufrían sus resultados.
-No lo sabía...
-Los vascos todavía creemos en las brujas y en los aquelarres -continuó ella-, y hay quien asegura que el diablo tiene aspecto de macho cabrío, mitad animal, mitad hombre, pero se equivoca. Yo lo he visto y juro por mi madre muerta que viste de uniforme. Tiene los ojos rojos y la cara y las manos manchadas de sangre; su aliento huele a alcohol y ríe mientras contempla el sufrimiento de sus víctimas. Mata a seres inocentes, incendia, golpea y viola a mujeres y niñas y luego las asesina. Yo lo he visto porque he estado en el infierno.
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-[...] bien sabes que no siempre se convence con palabras al contrario.
-Y entonces se utiliza la fuerza...
-Sí, cuando el contrario la utiliza primero.
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-Nuestras vidas están llenas de decisiones buenas y malas. Somos el resultado de nuestros aciertos y nuestros errores.
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