Estamos programados para creer en lo que no existe, porque somos seres vivos que no quieren sufrir. Por ello empleamos todas nuestras energías en convencernos de que hay cosas que valen la pena y que por ellas la vida tiene sentido.
Ser pobre, fea y, por añadidura, inteligente, condena en nuestras sociedades a trayectorias sombrías y desengañadas a las que más vale resignarse lo antes posible. A la belleza se le perdona todo, incluso la vulgaridad. La inteligencia ya no se ve como una justa compensación de las cosas, una manera de restablecer el equilibrio que la naturaleza ofrece a los menos favorecidos de entre sus hijos, sino como un juguete superfluo que realza el valor de la joya. En cuanto a la fealdad, siempre se la considera culpable, y yo estaba condenada a ese destino trágico con el dolor que precisamente me confería mi lucidez.
Los hombres viven en un mundo en el que lo que tienen poder son las palabras y no los actos, donde la competencia esencial es el dominio del lenguaje. Eso es terrible porque, en el fondo, somos primates programados para comer, dormir, reproducirnos, conquistar y asegurar nuestro territorio, y aquellos más hábiles para todas esas tareas, aquellos entre nosotros que son más que animales, ésos siempre se dejan engañar por otros, los que tienen labia pero serían incapaces de defender su huerto, traer un conejo para la cena y procrear como es debido. Es un terrible agravio a nuestra naturaleza animal, una suerte de perversión, de contradicción profunda.
Cuando digo malvado no me refiero a que sea malo, cruel o despótico, aunque también un poco. No cuando digo que es “un malvado de verdad”, quiero decir que es un hombre que ha renegado tanto de lo que puede haber de bueno en él que parece un cadáver aunque aún esté vivo. Porque los malvados de verdad odian a todo el mundo, desde luego, pero sobre todo se odian a sí mismos. ¿No os dais cuenta, vosotros, cuando alguien se odia a sí mismo? Ello lleva a estar muerto sin dejar de estar vivo, a anestesiar los malos sentimientos pero también los buenos para no sentir la náusea de ser uno mismo.
¿Y si la literatura no fuera sino una televisión que uno mira para activar sus neuronas espejo y para proporcionarse a bajo coste los escalofríos de la acción? ¿Y sí, peor aún, la literatura fuera una televisión que nos muestra todo aquello en lo que fracasamos?
Si olvidas el futuro, pierdes el presente.
Yo suplico al destino que me dé la oportunidad de ver más allá de mí misma y de conocer a la gente.
Yo en cambio pienso que sólo se puede hacer una cosa: dar con la tarea para la cual hemos nacido y llevarla a cabo como mejor podamos, con todas nuestras fuerzas, sin buscarle tres pies al gato y sin creer que nuestra naturaleza animal tiene algo divino. Sólo así tendremos el sentimiento de estar haciendo algo constructivo en el momento en que venga a buscarnos la muerte. La libertad, la decisión, la voluntad, todo eso no son más que quimeras. Creemos que podemos hacer miel sin compartir el destino de las abejas; pero también nosotros no somos sino pobres abejas destinadas a llevar a cabo su tarea para después morir.
Quizás estar vivo sea esto: perseguir instantes que mueren.
Por primera vez en mi vida, he sentido el significado de la palabra nunca. Pues bien, es horrible. Pronunciamos esa palabra cien veces al día pero no sabemos lo que decimos antes de habernos enfrentado a un verdadero “nunca más”.
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Enlace a mi reseña del libro.